La vida de un joven Mariscal: Novela de una vida y una gesta

Por Hernán Rodríguez Castelo

Carlos R. Tobar (1854-1920), “croniqueur”, lexicógrafo, catedrático y rector universitario, ministro plenipotenciario de nuestro país ante el Rey de España para obtener arbitraje limítrofe, diplomático –él dio el apellido al tratado ecuatoriano-brasileño Tobar-Río Branco-, se ofrece como uno de los más brillantes y polifacéticos quiteños de finales del XIX y comienzos del XX. En lo literario, es una figura que, ni cronológicamente ni formalmente, rebasa el siglo XIX, cosa que se explica, al menos en parte, porque al entrar en el nuevo siglo –que en el Ecuador comienza, tan agitadamente, con la revolución Liberal- se dio de lleno a las altas misiones diplomáticas, viajes, cosecha de lauros internacionales. Para 1910, la “Revue Américaine” de París lo tenía como a una de las más prominentes figuras de la raza española en Sudamérica. Y Francia le confirió la Legión de Honor.

    La producción literaria de Tobar queda de lado de allá de la ilusoria frontera secular, y ello fue una lástima. Cabía, en efecto, esperar mucho para la literatura ecuatoriana y americana de quien como articulista había publicado “Brochadas” y “Más brochadas. Malos dibujos”, y como narrador y novelista había logrado esa finísima evocación de infancia que es el “Timoleón Coloma” y “Relación de un veterano de la Independencia”, la mejor novela histórica ecuatoriana y una de las más hermosas del costumbrismo americano.

     Quien escribió “Timoleón Coloma” y “Relación de un veterano de la Independencia” comparte con Juan León Mera el primer sitial de la narrativa ecuatoriana del siglo XIX.

     Curiosamente, sin embargo, muy distinta la suerte que han corrido “Cumandá” y la “Relación”: “Cumandá” multiplica ediciones año a año, mientras la “Relación” se ha convertido en joya de biblioteca –de rarísimas bibliotecas-. Haber dejado caer la “Relación” en tal condición –lujo de acuciosos bibliófilos y guardosos coleccionistas-. Ha sido crimen de lesa patria. Todavía en nuestra infancia leíanse en inteligentes libros de lectura fragmentos como la hipotiposis del Mariscal de Ayacucho, que con razón nos deslumbraban. Actualmente ni nuestros niños ni nuestros jóvenes conocen nada del libro que debería ser de lectura obligada entre los dos últimos años de escuelas y los primeros de colegio, junto con “Cumandá” y las “Novelitas Ecuatorianas” de Mera, una buena sección de Montalvo, los “Artículos de Costumbres” de José Modesto Espinoza y el propio “Timoleón Coloma de Tobar “, piezas decimonónicas ecuatorianas fundamentales.

     Dos laderas tiene esta “Relación”: la vida y la gesta. La primera parte –más rica, como es más rica la vida que la gesta –es la novela de la vida quiteña. Vida quiteña que se sobrepone a una sombría página de muerte. La segunda parte es la gesta de indecisos vaivenes que viene a rematarse en la batalla famosa, que fue –y así se cierra el círculo- la batalla de Quito, la que vengó la sangre que clamaba desde el inicuo 2 de agosto de 1809.

     La novela- señaló Ortega y Gasset- es género moroso y tupido. Así, morosamente, urdiendo tupida trama de rasos registra Tobar lo que hace el vivir quiteño del Quito de su héroe: usos y costumbre, menaje y minucias domésticas, la austera monotonía de la urbe- con su aire frio y talante heroico- y las alegres escapadas a las haciendas del valle cercano.

     Tan exacto es Tobar, tan meticuloso, en ciertas pinturas, que se anticipa a folcloristas y antropólogos. ¿Qué folcloristas no habría querido llegar a la finura de la presentación del “rosero” y otras comidas del capítulo VIII?

     Pero Tobar no es folclorista; ni es costumbrista sin más, por mucho que situé su narrativa en los causes abiertos por el costumbrismo decimonónico hispano y americano. Si da tanto espacio y recupera en tanto detalle comidas y usos, lo que busca es texturar fuertemente una impresión de vida. Pintando la larga comida en la casa de Rey, hace vivir al lector una circunstancia de la que se quiere aprovechar muy especialmente: para la ya mentada discusión aquella sobre lo que está pasando y por pasar en un América en crisis de pubertad.

     Él no podía quedarse en comidas y fiestas indígenas, en toros y minúscula vida social: esa vida bonachona y a medias urgida de pobrezas, a medias sibarita, había llegado a un punto crítico: en medio de convulsiones y estertores se iba a pasar de dependencia a independencia, de minoría de edad política a autonomía, de vasallaje a república. Por eso el foro en que termina aquella opípara comida pintada golosamente plato a plato.

     ¡Qué duelo de voces o altivas o medrosas aquel, cuyas razones, ni como historia, ni, menos, como política, han perdido actualidad!

     “No es el pueblo el que ha iniciado la emancipación aclara al fogoso Castillo el prudente y sabio provincial agustino, si no los grandes, los titulados, los ricos, los poderosos”. Y el medroso Peñamar oponía la gran razón que oponen siempre los moderados a los revolucionarios: “Queremos un pueblo, una nación, no un hacinamiento de ruinas y de cadáveres”. Pero las ruinas replica Castillo son en ciertos transes de los proceso humanos necesarias, indispensables. “Es por ventura destrucción lo que ejecuta el labriego al abrir el terruño con el arado, cuando lo desmenuza con la narria y voltejea con la azada?”. Ese proceso de algo que, en rigor, no debe llamarse “destrucción” hace fecunda la tierra. Peñamar dice la voz de los que piensan que “Las revoluciones tratan de apresurar el perfeccionamiento de los pueblos, por medios violentos que, casi siempre, obtiene lo contrario de lo que proponen”. Su fórmula –aún vigente: es la clave de los reformismos- es “no la revolución, sino la evolución”. Y hay una voz –era la voz de tantos en el tiempo- que halla prematura la independencia (Se hablaba, recuérdese, en 1810). A lo que Castillo, el revolucionario ejemplar, replica: “La libertad no admite esperas”.

     Había riesgos, claro. La cosa debía verse como un salto un poco al vacío. Pero hay horas en que los pueblos, si no quieren consumirse en inveteradas esclavitudes, deben saltar.

     La respuesta radical a tan interminables discusiones es la acción –ese salto-: Castillo impele a dar el salto a Antonio; lo da con él. Y miles de jóvenes y gentes del pueblo con conciencia cívica y política lo daban. Por eso hubo ejércitos y libertadores. Por eso América fue libre.

     Sería simplista piensa Tobar, sostener que, con tanta sangre y tan paciente y sufrida entrega, se llegó a algo ideal. Su narrador recuerda, a la vuelta de tantos años, una discusión tenida por Castillo con ciertas damas tradicionalistas, y dos “fúnebres presagios” de aquellas mujeres.

    Y, repasando esas décadas de historia republicana, se ve obligado a confirmar en mucho tan pesimistas presagios. La ciudad y el país dominados por pasiones lugareñas; hombres sin mérito y cínicos de la política, hambreados e incapaces, en puestos elevados; “Gobernantes egoístas, criminales, que sacrifican los bienes, el honor de la patria, por un poco de fútil humo de lisonja”; la desesperada ambición empapando de sangre campo, caminos y ciudades… (cap. XVII).

     Y el discurso final de Castillo –el más fiel y apasionado amante de la revolución libertaria- es de profetismo amargo (En el caso de Tobar, que escribe casi el final del siglo XIX, esa es una profecía “ex eventu”: es juicio de lo que ha sido la vida republicana):

“Lo que me apena es que quizá todo sea estéril, que estemos abriendo con la pólvora la grieta donde hoy sepultemos un dueño, y por donde mañana brote de los infiernos un amo; no por reconquistar los derechos del pueblo, sino por labrar la riqueza de un hombre, de una familia, de las dinastías, de los que andarán a traer a la Patria como un borracho, tambaleante entre el despotismo y la revuelta, entre el desastre y la infamia, entre la ambición de uno y la necesidad de todos, entre la ruina y la desolación, entre el descredito y la miseria, entre las hipocresías de un patriotismo mentiroso y las estupideces de la inconciencia de las muchedumbres…”.

    Hay que leer todo ese amargo, pero hondo e iluminado capítulo XVI de la segunda parte.

    Pero, haya sido cual haya sido el resultado –aun en pleno 1986, a medio hacer- de la empresa literaria el libro no abdica en un solo punto de su alto y apasionado amor a las causas revolucionarias, por encima de cualesquiera traiciones de los insufructuadores de esas victorias nobilísimas, al cantarlas el novelista entabla altivo alegato en favor de la dignidad humana. Y su mensaje vibra con extrañas notas de actualidad…

“a las puertas del cielo hay que llamar así, a estallidos, a fin de que nuestras reclamaciones se presenten con el estruendo de conquistadores, no con el vil clamor de mendicantes”.

     Hay una actitud así, vigorosa y creciente, en la América Latina de hoy. Reflexiva y cristiana, alcanza dimensión de teología; y busca lo que Castillo –a quien pertenece el párrafo anterior-: liberación.

     Hay un pasaje de la novela que se graba en el lector con nitidez y fuerza de símbolo. Tras la vil matanza de los próceres por la soldadesca en las mazmorras del Real de Lima, la gente de los barrios quiteños combatió con denuedo para parar a esa soldadesca. Y, heroicamente, superando mil inferioridades físicas, comenzaba a conseguirlo. El grueso de las fuerzas se dirigió a la plaza principal, para el último asalto a las tropas de ocupación. Y entonces, el narrador detiene su relato decreciente dramatismo con una pregunta retórica: “¿Con qué puede figurarse el lector que nos encontráramos, en día de combate y de matanza, de crueldades y de venganza?” No con trincheras, ni con barricadas, ni con cañones…

     Con una procesión. Con un obispo al frente. El obispo pide al pueblo deponer las armas y queda fiador de la generosidad de Ruiz de Castilla. El pueblo depone las armas. Y después comienzan los realistas, sin resistencia ya, a mansalva, el degüello y la matanza. Trescientos cadáveres recuerda el narrador fueron aquella luctuosa noche recogidos de calles y plazas…

     Lamentable la intervención del obispo y ensañada y cobarde la crueldad de la soldadesca realista. Lo uno y lo otros hacen brillar más la valentía y nobleza de las gentes quiteñas. De su pueblo, al que Antonio Mideros pertenece.

     En el corazón mismo de la “Relación” está ese día heroico y trágico del 2 de agosto nadie nunca lo engrandeció tanto como Tobar en su novela. Y con esas páginas en el corazón, la obra es la epopeya de una ciudad indomable. Esa ciudad en la que ya se sabe –se dice en la novela- que nunca escasea gente los días de ajustar cuentas a los tiranuelos. Por años la pequeña ciudad luchó sola por su libertad. Y, dolorosamente sus esfuerzos y sacrificios se vieron traicionados por mezquinas rivalidades de sus propios hijos. Fue vencida y cruelmente castigada; pero no domada. Sus hijos, como Antonio, se escapaban para unirse al ejercito libertador. Se convirtió en ciudad de madres, hermanas e hijas en agónica espera y tozuda esperanza. Pichincha fue el final, exaltado y glorioso del canto.

     Con Pichincha –sabemos ya que lo proclaman autor y narrador- no terminó la epopeya de la libertad. Acaso no hizo sino comenzar…

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