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Por Yanko Molina
En 1929, Federico García Lorca parte a Nueva York para estudiar en Columbia University. Huía de la “penumbra sentimental” y buscaba nuevas experiencias. En 1928, había publicado el Romancero gitano, que de inmediato le trajo éxito de público y crítica, pero las ambiciones poéticas del autor granadino no estaban saciadas.
Las experiencias en Nueva York resultan muy ricas: en esta ciudad termina la “Oda al Santísimo Sacramento del Altar” y escribe un guión cinematográfico, pero, sobre todo, compone su Poeta en Nueva York, libro que desafía su poética anterior e incluye influencias distintas. Es el más surrealista de los poemarios de García Lorca, el verso se vuelve blanco, las imágenes son desconcertantes y la poesía se manifiesta en estado puro. Sin embargo, la presencia de la humanidad es constante, lacera con una fuerza multiplicada. La modernidad se encuentra en continua disputa con lo humano, la civilización muestra su faceta más brutal, más bárbara.
El encuentro entre la sensibilidad del poeta y la metrópoli es provechoso, y da frutos extraordinarios como Norma y paraíso de los negros o la Oda al rey de Harlem.
«Y me lanzo a la calle y me encuentro con los negros. En Nueva York se dan cita las razas de toda la Tierra, pero chinos, armenios, rusos, alemanes, siguen siendo extranjeros. Todos menos los negros. Es indudable que ellos ejercen enorme influencia en Norteamérica y, pese a quien le pese, son lo más espiritual y lo más delicado de aquel mundo. Porque creen, porque esperan, porque canta y porque tienen una exquisita pureza religiosa que los salva de todos los peligrosos afanes actuales» (esta y todas las citas del artículo pertenecen al conferencia-recital que dicta Federico García Lorca en Madrid, el 16 de diciembre de 1932, incluida en Federico García Lorca, Poeta en Nueva York, Lumen, Barcelona, 2002).
Pero la búsqueda no se agota. La ciudad continúa subyugando al poeta con su crueldad, con su vértigo, con la lucha entre el cemento y el cielo que se proyecta desde los grandes edificios, con sus habitantes impertérritos y sumidos en el tráfago de la economía.
«Y sin embargo, lo verdaderamente salvaje y frenético de Nueva York no es Harlem. […]
»Lo impresionante por frío y por cruel es Wall Street. Llega el oro en ríos de todas partes de la Tierra y la muerte llega con él. En ningún sitio del mundo se siente como allí la ausencia total del espíritu: manadas de hombres que no pueden pasar del tres y manadas de hombres que no pueden pasar del seis, desprecio de la ciencia pura y valor demoníaco del presente. Y lo terrible es que toda la multitud que lo llena cree que el mundo será siempre igual, y que su deber consiste en mover aquella gran máquina día y noche y siempre.»
De este encuentro con lo más cruel de la economía moderna y sus mecanismos surgirán poemas tan descarnados como Danza de la muerte, Paisaje de la multitud que vomita o Paisaje de la multitud que orina.
Luego, en verano, el poeta huirá al campo. La opresión de la gran ciudad lo había expulsado. Su encuentro con esta América distinta dará grandes poemas como Niña ahogada en el pozo, El niño Stanton o Vaca. En ellos, la solidaridad con lo humano, incluso con lo animal, se agudiza. El paso por el vértigo de la ciudad había afinado la sensibilidad y lograba una mirada distinta.
«En aquel ambiente, naturalmente, mi poesía tomó el tono del bosque. […]
»Pero un día la pequeña Mary se cayó a un pozo y la sacaron ahogada. No está bien que yo diga aquí el profundo dolor, la desesperación auténtica que yo tuve aquel día. Eso queda para los árboles y las paredes que me vieron.»
Luego, el regreso a la ciudad, la cruel modernidad sigue siendo la misma, pero el poeta ha refinado sus escudos. El encuentro es diferente, el tono más reposado, la presencia del otro ya no lacera en igual medida.
«Después… otra vez el ritmo frenético de Nueva York. Pero ya no me sorprende, conozco el mecanismo de las calles, hablo con la gente, penetro un poco más en la vida social y la denuncio. Y la denuncio porque vengo del campo y creo que lo más importante no es el hombre.»
En este trance se escriben New York (oficina y denuncia) o la Oda a Walt Whitman.
Finalmente, el poeta ha logrado encontrarse plenamente con la ciudad, que lo despide dejándole admiración, superado ya el tormento. Hay plena conciencia de los significados, y empieza a surgir la redención.
«El cielo ha triunfado del rascacielos, pero ahora la arquitectura de Nueva York se me aparece como algo prodigioso, algo que, descartada la intención, llega a conmover como un espectáculo natural de montaña o desierto. El Chrysler Building se defiende del sol con un enorme pico de plata, y puentes, barcos ferrocarriles y hombres los veo encadenados y sordos; encadenados por un sistema económico cruel al que pronto habrá que cortar el cuello, y sordos por sobra de disciplina y falta de la imprescindible dosis de locura.»
El libro se cierra con la salida de Nueva York, el paso por La Habana antes de regresar a España nos dejará el Son de los negros de Cuba, con su carga de optimismo y esperanza.
En Poeta en Nueva York, García Lorca se renueva, es otro, deja lo folclórico y se sumerge en la modernidad más descarnada. Su poesía se deshumaniza en la técnica para lograr algunas de sus mayores cotas de humanidad. El libro no se publicará sino hasta 1944, tras la muerte del poeta, pero desde entonces marcará un sendero para los nuevos escritores de España e Hispanoamérica.