Selección de Nuccio Ordine

¿Qué es el agua? Una anécdota de Foster Wallace

Por este motivo al inicio de cada año académico me gusta leer a mis alumnos un pasaje de un discurso pronunciado por David Foster Wallace ante los graduandos del Kenyon College, en Estados Unidos. El escritor —muerto trágicamente en 2008, a los cuarenta y seis años— se dirige el 21 de mayo de 2005 a sus estudiantes refiriendo una breve historia que ilustra de manera magistral el papel y la función de la cultura: Había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez más viejo que nadaba en dirección contraria; el pez más viejo los saludó con la cabeza y les dijo: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?». Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho; por fin uno de ellos miró al otro y le dijo: «¿Qué demonios es el agua?». El mismo autor nos brinda la clave de lectura de su relato: El sentido inmediato de la historia de los peces no es más que el hecho de que las realidades más obvias, ubicuas e importantes son a menudo las que más cuesta ver y las más difíciles de explicar. Como les sucede a los dos peces más jóvenes, no nos damos cuenta de qué es en verdad el agua en la que vivimos cada minuto de nuestra existencia. No tenemos, pues, conciencia de que la literatura y los saberes humanísticos, la cultura y la enseñanza constituyen el líquido amniotico ideal en el que las ideas de democracia, libertad, justicia, laicidad, igualdad, derecho a la crítica, tolerancia, solidaridad, bien común, pueden experimentar un vigoroso desarrollo.


Los pescaditos de oro del Coronel Buendía

Permítaseme detenerme un momento en una novela que ha hecho soñar a varias generaciones de lectores. Pienso en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Quizá sea posible reencontrar en la lúcida locura de Aureliano Buendía la fecunda inutilidad de la literatura. Encerrado en su taller secreto el coronel revolucionario fabrica pescaditos de oro a cambio de monedas de oro que después se funden para producir de nuevo otros pescaditos. Círculo vicioso que no escapa a las críticas de Úrsula, a la mirada afectuosa de la madre que se preocupa por el futuro del hijo: Con su terrible sentido práctico, ella [Úrsula] no podía entender el negocio del coronel, que cambiaba los pescaditos por monedas de oro, y luego convertía las monedas de oro en pescaditos, y así sucesivamente, de modo que tenía que trabajar cada vez más a medida que más vendía, para satisfacer un círculo vicioso exasperante. En verdad, lo que le interesaba a él no era el negocio sino el trabajo (p. 184). Por lo demás, el coronel mismo confiesa que «sus únicos instantes felices, desde la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, habían transcurrido en el taller de platería, donde se le iba el tiempo armando pescaditos de oro»: Había tenido que promover treinta y dos guerras —sigue aclarando García Márquez—, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad (p. 158). Es probable que el acto creativo que da vida a lo que denominamos literatura se base precisamente en esta simplicidad, motivada tan sólo por un auténtico gozo y ajena a cualquier aspiración al beneficio. Un acto gratuito, exento de finalidad precisa. Capaz de eludir cualquier lógica comercial. Inútil, por lo tanto, porque no puede ser monetizado. Pero necesario para expresar con su misma existencia un valor alternativo a la supremacía de las leyes del mercado y el lucro.


La literatura utópica y los orinales de oro

El mismo desprecio por el dinero, por el oro, por la plata y por toda actividad encaminada al lucro y el comercio se encuentra también en la literatura utópica del Renacimiento. En aquellas famosas islas, situadas en lugares misteriosos y lejanos respecto de la civilización occidental, se condena toda forma de propiedad individual en nombre del interés colectivo. A la rapacidad de los individuos se le contrapone un modelo fundado en el amor al bien común. Dejando de lado las indiscutibles diferencias entre estos textos y las limitaciones objetivas de algunos aspectos de la organización social que se propone en ellos, aparecen de manera inequívoca severas críticas a una realidad contemporánea en la que impera el desprecio por la justicia social y el saber. A través de la literatura utópica, en suma, los autores muestran los defectos y las contradicciones de una sociedad europea que ha perdido los valores esenciales de la vida y la solidaridad humana. En la Utopía (1516) de Tomás Moro, texto fundador del género, los isleños detestan el oro a tal punto que lo destinan a la fabricación de orinales: Ellos, por el contrario, comen y beben en platos y copas de arcilla o de vidrio, extremadamente graciosos a veces, pero sin valor alguno, mientras que el oro y la plata sirven, no sólo en los edificios comunes, sino en las casas particulares, para hacer la vasijas destinadas a los usos más sórdidos y aun los orinales. […] Así cuidan por todos los medios que el oro y la plata sean tenidos entre ellos en ignominia (II, pp. 117-118). Para los utopianos, en efecto, allí donde «exista la propiedad privada […] todo se mide por el dinero», impidiendo «que en el Estado reinen la justicia y la prosperidad»: A menos de considerar justo un Estado en que lo mejor pertenece a los peores y próspero un país en que un puñado de individuos se reparten todos los bienes […] (I, p. 87). De modo semejante, en La Ciudad del Sol (1623) de Tommaso Campanella, los solares reconocen en la propiedad y el afán de poseer las causas principales de la corrupción, que impelen al hombre a convertirse en «depredador público»: Dicen [los solares] que toda propiedad nace y se fomenta por el hecho de que tenemos cada uno domicilios propios y separados, hijos y mujeres propios. De ahí surge el amor propio, pues para elevar al hijo a las riquezas y dignidades y para dejarlo heredero de muchos bienes, nos volvemos cada uno […] un depredador público […] (p. 16). Campanella, que sitúa la sabiduría en el centro de su civitas, está convencido de que «las riquezas [hacen a los hombres] insolentes, soberbios, ignorantes, traidores, faltos de amor, presuntuosos en su ignorancia» (p. 40). Los solares —al contrario que los españoles que «andan buscando nuevas regiones llevados del deseo de oro y riquezas» (p. 89)— viajan sólo para adquirir nuevos conocimientos. Incluso Francis Bacon —que en la literatura utópica ocupa un lugar aparte, no sólo porque la propiedad no es proscrita en su Nueva Atlántida (1627)— se cuida con todo de subrayar que sus isleños no comercian «por oro, plata o joyas, ni por sedas, ni por especias, ni por algún otro avío de material», sino sólo para acrecentar el conocimiento, para recoger información sobre «invenciones de todo el mundo» y para procurarse «libros […] de toda clase» (p. 194). Y aunque los principios elitistas que inspiran la Casa de Salomón se fundan en el progreso ilustrado, en un saber práctico y una técnica ligada a las necesidades de la humanidad, el proyecto de Bacon, como sugiere Raymond Trousson, «no tiene carácter económico» sino que se basa sobre todo en las «exigencias de una ciencia moderna». Perseguir el bienestar, permitir la circulación del oro y la plata (p. 182), significa también ajustar cuentas con las ambigüedades de la técnica y con los peligros de la corrupción. En esta isla, en efecto, los funcionarios se consideran leales servidores del Estado y el bien común. Y su código ético les impide aceptar regalos en dinero, como relatan atónitos los extranjeros llegados casualmente a Bensalem: Con esto nos dejó [el funcionario] y cuando le ofrecimos algunos pistoletes dijo riendo que «no debía ser pagado dos veces por un solo trabajo», dando a entender (opino yo) que tenía un salario suficiente del Estado por sus servicios. Porque, como aprendí más tarde, a un oficial que aceptaba recompensas le decían pagado dos veces (p. 178).


García Lorca: es imprudente vivir sin la locura de la poesía

Al filósofo inglés y a los detractores de la poesía, les han respondido indirectamente, en el curso de los siglos, numerosos poetas y literatos. Pero, en particular, las palabras pronunciadas por Federico García Lorca cuando presenta algunos versos de Pablo Neruda hacen que vibren las cuerdas de nuestro corazón: Yo os aconsejo oír con atención a este gran poeta y tratar de conmoveros con él cada uno a su manera. La poesía requiere una larga iniciación como cualquier deporte, pero hay en la verdadera poesía, un perfume, un acento, un rasgo luminoso que todas las criaturas pueden percibir. Y ojalá os sirva para nutrir ese grano de locura que todos llevamos dentro, que muchos matan para colocarse el odioso monóculo de la pedantería libresca y sin el cual es imprudente vivir. Este apasionado testimonio, en el cual un gran poeta habla de otro gran poeta, estaba dedicado sobre todo a los estudiantes presentes en un aula de la Universidad de Madrid en 1934. A aquellos jóvenes lectores, García Lorca les dirigía una calurosa invitación a nutrir con la literatura «ese grano de locura que todos llevamos dentro», sin el cual sería en verdad «imprudente vivir»


Ítalo Calvino: lo gratuito se revela esencial

Agudo intérprete de las relaciones entre literatura y ciencia, Italo Calvino ocupa un lugar de primer plano entre los defensores de los saberes desinteresados. Nada es más esencial para el género humano, sugiere el novelista y ensayista italiano, que las «actividades que parecen absolutamente gratuitas» e inesenciales: Muchas veces el empeño que los hombres ponen en actividades que parecen absolutamente gratuitas, sin otro fin que el entretenimiento o la satisfacción de resolver un problema difícil, resulta ser esencial en un ámbito que nadie había previsto, con consecuencias de largo alcance. Esto es tan cierto para la poesía y el arte como lo es para la ciencia y la tecnología. Y contra toda perspectiva utilitarista, Calvino nos recuerda que los clásicos mismos no se leen porque deban servir para algo: se leen tan sólo por el gusto de leerlos, por el placer de viajar con ellos, animados únicamente por el deseo de conocer y conocernos.


Emil Cioran y la flauta de Sócrates

A tal propósito, Emil Cioran —que dedicará después un breve párrafo de su Breviario de podredumbre a la «obsesión insípida por ser útiles»— refiere en Desgarradura que, mientras le preparaban la cicuta, Sócrates se ejercitaba con una flauta para aprender una melodía. Y a la pregunta «¿Para qué te servirá?», el filósofo responde impasible: «Para saber esta melodía antes de morir». Y en el comentario a su aforismo, el escritor rumano intenta explicar la esencia del conocer: Si me atrevo a recordar esta respuesta, trivializada por los manuales, es porque me parece la única justificación seria de la voluntad de conocimiento, tanto si se practica en el umbral de la muerte como en cualquier otro momento. Para Cioran, toda forma de elevación presupone lo inútil: «Una excepción inútil, un modelo al que nadie haga caso —ese es el rango al que debemos aspirar si queremos enaltecernos ante nosotros mismos». Pero —pese a ser conscientes de que ninguna creación literaria o artística está ligada a un fin— no hay duda de que, en el invierno de la conciencia que estamos viviendo, a los saberes humanísticos y a la investigación científica sin utilitarismo alguno, a todos estos lujos considerados inútiles, les corresponde cada vez más la tarea de alimentar la esperanza, de transformar su inutilidad en un utilísimo instrumento de oposición a la barbarie del presente, en un inmenso granero en el que puedan preservarse la memoria y los acontecimientos injustamente destinados al olvido.

Tags:
administrator