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Marina Garcés
La filosofía, para mí, no fue de entrada una opción académica o profesional. Fue, sobre todo, una decisión que me salvó de una muerte en vida. De adolescente, todavía protegida por la escuela, veía con espanto la sociedad que a finales de los años ochenta ya se anunciaba: competitividad, clientelismo y privatización, incluso de la existencia. Un presentimiento me embargó. Un impulso me hizo saltar fuera del recorrido que me esperaba, que nos esperaba, y en el que incluso la relación con el deseo de saber y de aprender quedaba subordinada a esas lógicas depredadoras y empobrecedoras.
La filosofía, sin embargo, no me llevó fuera del mundo. Me permitió entrar en él por una puerta imprevista. La filosofía tiene esa virtud, que quiere decir esa fuerza y esa capacidad: trazar los caminos de lo impensado. Dibujar caminos allí donde no los hay. Desplegar dimensiones de la realidad donde esta parece plana y unidimensional. Establecer relaciones entre elementos heterogéneos, entre mundos incomunicados. En mi caso, este camino de lo impensado me llevó del yo al nosotros, de la impotencia al compromiso y de la sospecha a la confianza. El mundo no me parece mejor, todo lo contrario. Pero ya no miro la realidad desde la barrera: los conceptos son herramientas muy potentes, porque nos permiten elaborar los verdaderos problemas, abrirlos y compartirlos. A esto no lo podemos llamar salvar el mundo, pero sí ponernos en la situación de entender algunos de sus aspectos y transformarlos.
Con los años, me he convertido en profesora de filosofía en la universidad de una ciudad lejana, entro y salgo del lugar en el que vivo, como entro y salgo de clase. Me gusta el aula, la aridez del día a día, las horas acumuladas, el duro entrenamiento de cuerpo y mente, la indiferencia simulada de los estudiantes y el entusiasmo contenido de mi propia voz cuando me reencuentro, al explicarlos, con autores, textos e ideas. Pero aun así, la fi losofía es para mí un árbol que sigue teniendo las raíces y las hojas fuera de clase. Hay un tronco, visible, hecho de disciplinas académicas, obras y referencias que hace falta conocer y en las que hay que profundizar si se quieren tener determinadas herramientas filosóficas y participar en ciertos debates. Pero ¿dónde echan raíces sus preguntas? Y ¿hacia dónde apuntan los problemas que plantean?
Estas son las cuestiones que ningún plan de estudios y ninguna ley educativa pueden neutralizar. Pasaremos un tiempo, es posible, con las escuelas y las universidades huérfanas de filosofía. Como hemos pasado décadas con una enseñanza más bien deficitaria y ridícula de compendios de temas y lecciones de historia de la filosofía al final del bachillerato. Pero si ampliamos el foco histórico y cultural… ¿qué encontramos? ¿No ha habido, quizás, situaciones más adversas todavía en las que la mala hierba filosófica ha tenido que crecer entre las grietas de los castillos y de las murallas, en los márgenes y en campo abierto? Intuyo que estamos en un momento parecido: se alzan cada vez más altas las paredes de cristal de un sistema educativo que somete a un mercado de trabajo vacío de contenidos y ansioso por obtener una fuerza de trabajo flexible y disponible. Pero fuera de clase crecen la inquietud y el malestar, la necesidad de preguntas radicales y de conocimientos capaces de llevarnos más allá del dictado de la actualidad.
La vida duele. Siempre lo ha hecho. Pero los anestésicos mediáticos y farmacológicos a los que nos habíamos confiado no nos sirven. Y la vida quiere más: ser vivida, ser compartida y hacerlo con dignidad. Los expertos y tecnócratas también han demostrado no tener las recetas que lo garanticen. ¿Qué hacemos entonces? Pensar. Y confiar en la fuerza transformadora del pensamiento. Eso es lo que nos brinda la filosofía. No nos ofrece teorías precocinadas, modelos cerrados o ideologías establecidas, sino que nos permite reencontrar la fuerza del pensamiento y utilizarla para transformar la vida. Es una fuerza personal y colectiva, íntima y pública, singular y plural, irreductible y comunicable. Pero sobre todo es una fuerza igualitaria: todo el mundo es capaz de usarla si se decide a hacerlo y si se crea el contexto para poder desplegarla. Contra todo dogma o monopolio del saber, la filosofía solo es posible allí donde alguien ha dejado una cosa sobre la que pensar y alguien la retoma y la desplaza. En este sentido, la filosofía es ambiciosa y generosa, arrogante y humilde al mismo tiempo. Dice más de lo que normalmente nos permitimos decir, pero siempre dice menos de lo que podríamos aspirar a saber o a tener.
El deseo de entender abre lugares comunes porque inquieta e interpela al mismo tiempo. Pero precisamente por eso la filosofía no tiene un lugar propio. La filosofía siempre es, por definición, impropia, y desencadena pasiones inapropiadas porque hace que nos relacionemos con lo que somos y con lo que hacemos desde preguntas no esperadas y con consecuencias no previstas. Es en este sentido que la filosofía es, para mí, una práctica de guerrilla. De igual modo que la guerrilla no tiene un frente de lucha fijo, sino que luchando crea su propio campo de batalla, la filosofía no tiene un territorio acotado, sino que pensando crea su propia cartografía. Es la que nace, como decía, de dibujar los caminos de lo impensado. Y así como las guerrillas avanzan liberando barrios, pueblos y territorios, la filosofía avanza liberando las palabras de todo lo que captura su uso y su sentido.
Hoy, las formas de captura de las palabras, en nuestra sociedad, son múltiples y muy sofisticadas, ya que se esconden bajo el velo de la libertad de opinión y de expresión, bajo el derecho universal a la educación y bajo el acceso global a la información. Bajo estas tres condiciones, la palabra parece ser libre, como parecemos ser libres los ciudadanos de las democracias occidentales. Pero sabemos muy bien que no lo somos, como no lo son tampoco nuestras palabras. A finales del siglo XIX, los escritores y pensadores europeos se quejaban de que las palabras les llegaban gastadas, cansadas, deshechas. Se les caían de la boca. Habían perdido vitalidad, esto es, capacidad de decir y expresar la vida que las mueve. Literalmente, podríamos decir que estaban sin aliento, desanimadas. Con la experiencia de las guerras mundiales, en el siglo XX, el sentido se rompió y el lenguaje se quedó mudo. Tras esta muerte colectiva, a nosotros las palabras nos llegan estandarizadas, saturadas, redundantes y organizadas en segmentos de público y de interés. Hay para todos y a todas horas. La cuestión es que no se detengan. Que la comunicación no se interrumpa. Que la actividad no pare. Que siempre tengamos alguna cosa más que decir, a punto para ser repetida. Siempre la misma, aunque parezca distinta, para no tocar nunca la realidad. Las palabras forman parte, así, de un flujo ininterrumpido que conecta la vida privada, los afectos, las profesiones, la información y la opinión en una pasta pegajosa que no nos deja respirar.
Pensar es aprender a respirar. Nada más sencillo y nada más difícil. Por eso el cuidado de lo que hemos dado en llamar alma y el cuidado de la respiración tienen tanto que ver en todas las culturas. El alma es el aliento, y donde no hay aliento las palabras se pudren o se cosifican. Mueren en nuestra boca o pierden la vida como productos intercambiables en nuestras redes de comunicación.
Ante la saturación, la tentación es retirarse, irse y callar. Mucha gente lo está haciendo hoy en día, bajo diferentes opciones, para sobrevivir a la precariedad y a la impotencia. Pero como saben también las guerrillas, la retirada solo puede ser temporal y táctica. Es un gesto para combatir mejor. Es decir, para abordar la vida sin perder la vida. Esto implica vivir, pensar y luchar sin dejar de experimentar.
(Fragmento del prólogo del libro Fuera de clase)
TOMADO DE REVISTA ROCINANTE 162 ABRIL 2022