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Los filatélicos destiñen la Plaza Mayor de Madrid, en una de esas mañanas del mes de octubre que apenas mueven la cabeza al paso de una ráfaga.
Ellos circulan de un mesón a otro, evitando pisar a unos gusanos blancos que abundan por allí: los numismáticos.
Sus miradas revolotean sin prisa sobre esas alturas donde reposa la escama de las artes gráficas. Pican aquí y allá como pájaros en tiempo de sequía, y más tarde se llevan a sus casas, ocultas bajo los abrigos, dos o tres de esas pequeñas hojas con la cara de un general muerto, un monoplano destechado o una pose de yak de Mongolia con fondo de montañas nevadas.
El adicto las arrulla con el calor de su cuerpo, mientras las conduce a su cuarto, y espera poder meterlas en su cama muy pronto, aún vivas.
FIN