La escritura como lectura

Susan Sontag

 La lectura de novelas me parece una actividad muy normal, en tanto que escribirlas es una tarea en verdad extraña; al menos eso pienso hasta que recuerdo la sólida relación que une a ambas. (Nada de generalizaciones acorazadas en lo que sigue. Solo unos cuantos comentarios.)

En primer lugar porque escribir es ejercer, con especial intensidad y atención, el arte de la lectura. Se escribe a fin de leer lo que se ha escrito, para ver si está bien y, puesto que no lo está nunca, a fin de reescribirlo —una, dos, las veces necesarias para que sea algo que pueda ser tolerable releer—. Se es el primer, acaso el más severo, lector propio. «Escribir es someterse al juicio de uno mismo», escribió Ibsen en la guarda de uno de sus libros. Es difícil imaginar la escritura sin la relectura.

Pero ¿nunca está bien lo que se ha escrito de primera mano? Sí, claro: a veces más que bien. Y eso solo indica, al menos para estar escritora en todo caso, que al mirarlo mejor, al expresarlo en voz alta —es decir, otra relectura— puede mejorar aún más. No estoy sosteniendo que el novelista tenga que preocuparse y sudar la gota gorda para producir algo bueno. «Lo que se escribe sin esfuerzo por lo general se lee sin placer», afirmaba el doctor Johnson, y la máxima parece tan alejada del gusto contemporáneo como su autor. Seguramente mucho de lo escrito sin esfuerzo ofrece mucho placer. No, el meollo no es el juicio de los lectores —los cuales bien pueden preferir la obra más espontánea, menos minuciosa del escritor— sino el parecer de los escritores, esos profesionales de la insatisfacción. Se piensa: Si puedo alcanzar este punto la primera vez, sin demasiada lucha, ¿no podría mejorar aún más?

Y aunque esto, la reescritura —la relectura—, parece un esfuerzo, en realidad es la parte más placentera de la escritura. A veces la única parte placentera. Comenzar a escribir, si se tiene en la cabeza la idea de la «literatura», es formidable, intimidatorio. Una zambullida en un lago helado. Luego viene la parte cálida, cuando ya se tiene algo que trabajar, mejorar, editar.

 Se escribe a fin de leer lo que se ha escrito, para ver si está bien y, puesto que no lo está nunca, a fin de reescribirlo —una, dos, las veces necesarias

Digamos que es un desastre. Pero se tiene la oportunidad de enmendarlo. Se intenta ser más clara. Más profunda. O más elocuente. O más excéntrica. Se intenta ser veraz con un mundo. Que el libro sea más amplio, más fidedigno. Se quiere una elevación por encima de la autora. La elevación del libro por encima de la mente díscola. Al igual que la estatua está sepultada en el bloque de mármol, la novela está dentro de la propia cabeza. Se intenta liberarla. Se intenta que la cosa horrible en la página se aproxime a lo que se piensa que debería ser el libro —lo que se sabe, en los espasmos de júbilo, que puede llegar a ser—. Se leen las oraciones una y otra vez. ¿Es este el libro que estoy escribiendo? ¿Esto es todo?

O digamos que va bien, porque así ocurre, en ocasiones (si no fuese así sobrevendría la locura). Aquí se está, e incluso si se es la más lenta copista o la peor de las mecanógrafas, una senda de palabras se abre camino, y se quiere continuar. Entonces viene la relectura. Quizá no se ceda a la satisfacción, pero al mismo tiempo gusta lo que se ha escrito. Se descubre que hay placer —un placer de lectora— por lo que está en la página.

La escritura es, por último, un conjunto de permisos que se dan para ser expresiva de modos definidos. Para inventar. Para saltar. Para volar. Para caer. Para encontrar la manera peculiar de narrar e insistir; es decir, para encontrar la libertad interior. Para ser estricta sin vilipendiarse demasiado. No detenerse muy a menudo para releer. Para permitirse, cuando se cree que va bien (o no muy mal), simplemente seguir remando. No esperar el empellón de la inspiración.

Por supuesto, los escritores ciegos nunca pueden releer lo que dictan. Quizá esto importe menos a los poetas, que a menudo escriben casi todo en la cabeza antes de asentar lo que sea en el papel. (Los poetas viven por el oído mucho más que los prosistas.) Y ser incapaz de ver no significa que no se puedan hacer revisiones. ¿No nos imaginamos a las hijas de Milton, al terminar cada día el dictado del Paraíso perdido, que le leyeron todo de nuevo a su padre y luego anotaron sus correcciones? Pero los prosistas —que trabajan en un almacén de palabras— no pueden mantener todo en la cabeza. Necesitan ver lo que han escrito. Incluso los escritores más francos y prolíficos deben de sentir esto. (De ahí que Sartre anunciara, cuando se quedó ciego, que sus días de escritor habían terminado). Piénsese en Henry James, corpulento y venerable, caminando impaciente de arriba abajo en una habitación de Lamb House componiendo La copa dorada en voz alta a un secretario. Dejando de lado la dificultad de imaginar cómo la prosa tardía de James pudo haber sido dictada siquiera, mucho menos por encima del barullo de una máquina de escribir Remington circa 1900, ¿no suponemos que James releía lo mecanografiado y era abundoso en sus correcciones?

Cuando volví, otra vez, a ser paciente de un cáncer hace dos años y tuve que interrumpir mi trabajo en la casi concluida En América, un amigo de Los Ángeles, que sabía de mi desesperación y temor de que ya nunca la terminaría, se ofreció a venir a Nueva York a quedarse conmigo para transcribir el dictado del resto de la novela. Es verdad, los primeros ocho capítulos ya estaban listos (es decir, reescritos y releidos muchas veces) y había comenzado el penúltimo, con el arco de los dos últimos claramente a la vista. Y sin embargo rechacé su oferta conmovedora y generosa. No solo porque estaba probablemente demasiado aturdida por la quimioterapia drástica y la morfina para recordar lo que estaba planeando escribir. Tenía que ser capaz de ver lo que escribía, no solo de escucharlo. Tenía que ser capaz de releer.

***

La lectura por lo general precede a la escritura. Y el impulso de escribir casi siempre se desata por la lectura. La lectura, el amor a la lectura, es lo que incita el sueño de ser una escritora. Y, mucho tiempo después de que se es una, la lectura de los libros que otros escriben —y la relectura de los libros queridos del pasado— constituye una distracción irresistible de la escritura. Distracción. Consuelo. Tormento. Y, sí, inspiración.

No todos los escritores lo reconocerán. Recuerdo haberle mencionado algo una vez a V. S. Naipaul sobre una novela inglesa del siglo xix que me gustaba mucho, una novela muy conocida, la cual suponía que él, como todos los que les importaba la literatura entre mis conocidos, admiraba tanto como yo. Pues no, no la había leído, me dijo, y, al ver la sombra de la sorpresa en mi cara, añadió severamente: «Susan, soy un escritor, no un lector».

Muchos escritores ya no jóvenes sostienen, por diversas razones, que leen muy poco, que, de hecho, en su opinión la lectura y la escritura son de algún modo incompatibles. Quizá, para algunos escritores, lo sean. Si la razón es la angustia de la influencia, entonces esta preocupación me parece vana y superficial. Si la razón es la falta de tiempo —solo hay determinadas horas en un día y aquellas invertidas en la lectura evidentemente se restan de aquellas en las que se podría estar escribiendo—, entonces este es un ascetismo al cual no aspiro.

Perderse en un libro, la vieja frase, no es una fantasía ociosa sino una realidad adictiva, modélica. Virginia Woolf escribió divinamente, en una carta, «A veces creo que el cielo debe de ser una continuada e inagotable lectura». Sin duda la parte celestial es que —de nuevo en palabras de Woolf— «el estado de lectura consiste en la eliminación completa del ego». Infortunadamente, nunca en efecto nos deshacemos del ego, al igual que no podemos pisar nuestros propios pies. Pero ese rapto incorpóreo, la lectura, es lo bastante parecido al trance como para acernos sentir que no hay ego.

Al igual que la lectura, la lectura embelesada, la escritura de narrativa —la asunción de otras identidades— se siente asimismo como perderse.

La mayoría de la gente parece creer en la actualidad que escribir es solo otra forma de engreimiento. Se llama también: expresión de sí mismo. Como al parecer ya no somos capaces de albergar auténticos sentimientos altruistas, se supone que no somos capaces de escribir de otro que no seamos nosotros.

Pero eso no es cierto. William Trevor se refiere a la osadía de la imaginación no autobiográfica. ¿Por qué no se puede escribir para escapar de una misma de idéntico modo que se escribe para expresarse a una misma? Es mucho más interesante escribir sobre los demás.

Casi no es preciso añadir que presto partes de mí misma a todos mis personajes. Cuando, en En América, mis inmigrantes de Polonia llegan al sur de California —están a las afueras del poblado de Anaheim— en 1876, vagan por el desierto y sucumben a la visión aterradora, transformadora, del vacío, estaba extrayendo de mi memoria infantil los paseos en el desierto del sur de Arizona —a las afueras de lo que entonces era una pequeña ciudad, Tucson— en los años cuarenta. En el primer borrador de ese capítulo, había saguaros en el desierto del sur de California. En el tercer borrador ya había excluido los saguaros, a mi pesar. (Lástima, en 1876 no había saguaros al oeste del río Colorado).

Escribo sobre otras cosas que no son yo. Y lo que escribo es más listo que yo. Porque puedo reescribirlo. Mis libros saben lo que alguna vez supe; de manera irregular, intermitentemente. Y disponer las mejores palabras en la página no parece más fácil, incluso después de tantos años de escribir. Al contrario.

Esta es la gran diferencia entre la lectura y la escritura. La lectura es una vocación, una capacidad en la que, con práctica, se está destinada a ser más experta. Lo que se acumula como escritora es sobre todo incertidumbres y ansiedades.

Todos estos sentimientos de insuficiencia de parte del escritor —de esta escritora, en cualquier caso— se atribuyen a la convicción de que la literatura importa. «Importa» es sin duda una palabra demasiado burda. Que hay libros necesarios, es decir, libros que, mientras se leen, se sabe que se releerán. Tal vez más de una vez. ¿Hay un mayor privilegio que gozar de una conciencia acrecentada, colmada, dirigida a la literatura?

Libro de sabiduría, ejemplo de juego mental, dilatadora de simpatías, registro fiel de un mundo real (no solo el corriente dentro de una cabeza), servidora de la historia, defensora de emociones contrarias y rebeldes: una novela que se tiene por necesaria puede ser, debería ser, la mayor parte de estas cosas.

Respecto de si continuará habiendo lectores que compartan esta elevada noción de la narrativa, bien, «No hay futuro para esa pregunta», respondió Duke Ellington cuando le inquirieron por qué aún se le podía encontrar tocando en las sesiones matutinas del Apollo. Lo mejor es seguir remando.

(Del libro Cuestión de énfasis)

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