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Fuimos al cementerio, a despedir los restos de León. Era una cruda maña de invierno. Ya desde muy temprano el cielo negro, redondo, tirante nos avisó así, con su forma de paraguas, que iba a llover. Ahora llovía a cántaros. El viento agitaba los paraguas. El padre y el hermano de León, abrazados, lloraban. tiritando, empapado hasta los huesos, con laringitis, estornudos y fiebre cumplí mi deber: Empecé a leer un disurso fúnebre, en nombre de la redacción de “La Lira”. De pronto vi en las últimas filas del cortejo ¡A él, al muerto, a León! Estaba gozándome, con la cara oculta entre las solapas levantadas del impermeable y el gran sombrero. Fue tanta la sorpresa que solté la pata del paraguas y el paraguas se fue volando con su ala negra. Alguien me lo devolvió respetuosamente. Continué mi discurso, pero sin gana. Comprendí que León nos había hecho la broma de fingirse muerto para asistir a su propio entierro y obligarnos a elogiarlo. Entre frase y frase lo espié, y siempre estaba allí, con las manos en los bolsillos, regocijado. Al terminar el discurso me precipité hacia él, pero se escurrió entre la multitud. Caminaba rápidamente y a pasos cortos para no resbalar sobre el empedrado. Lo vi perderse por las callejuelas de la necrópolis.
Han pasado varios años. El mundo sigue creyéndole muerto. No me atreví a contar a nadie su broma pesada. ¡Para qué! No me hubieran creído. León figura ahora en la historia de nuestra poesía: “Eximio poeta, muerto prematuramente”. Patatín, patatán. Bla, bla, bla. De mi nadie recuerda sino aquel discurso, que luego publicaron como prólogo a sus poesías “póstumas”. No le perdonaré jamás. Cada vez que oigo hablar de las poesías de León me viene un ahogo de ira. Espero verlo el día menos pensado, al doblar la esquina. Me da miedo andar por la ciudad porque sé que cuando lo vea tendré que matarlo.