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De repente, una mañana, buscándose en el espejo para tejerse las trenzas, no se encontró. La luz de plata, ciega, nada le devolvía. Ni trazos, ni sombra, ni
reflejos. Inútil pasar un lienzo por el espejo. Inútil pasar las manos por el
rostro. Por más que sintiese la piel bajo los dedos, allí estaba ella como si
no estuviese, presente el rostro, ausente lo que del rostro conocía.
-Imagen mía. -murmuró afligida,- ¿dónde estás?
¿Y si se hubiese quedado olvidada en el lago, donde todavía el día anterior se
estuviera mirando? En un susto corrió por los jardines, temiendo por el rostro
abandonado, ondulando entre los nenúfares.
-Lago, lago, ¿qué hiciste con la imagen que ayer acosté en tus aguas?
-preguntó. Y dos lágrimas quebraron la lisura de la margen.
-¿Cómo quieres que yo lo sepa, si tantos vienen a buscarse en mí?- respondió el
lago, desdeñoso-. Tal vez haya sido llevada por el arroyo, con otras
menudencias, -añadió. Y con la hidalguía de quien se acomoda un manto, ondeó la
superficie bordada de reflejos.
Imposible para la moza encontrar su imagen en la espuma que el arroyo batía de piedra en piedra. Imposible aceptar que estuviese despedazada. Más fácil creer
que había descendido la corriente.
Descalzó los zapatos y, con los tobillos trenzados en tantos nudos de agua,
siguió por el arroyo. En cada remanso, en cada reflujo, en cada remolino buscó
rostro o rastro. Sin que sin embargo nada le dijese: estuve aquí. Juntos
atravesaron un campo, rodearon en curvas los primeros árboles del bosque,
descansaron en el claro. Juntos entraron en la caverna.
Apenas percibió que entraba, tan grande era la boca, tan verde el musgo que la
cubría. Anduvo todavía un poco allá adentro, titubeante entre tantos rumbos.
Pero luego hizo frío. Y la oscuridad alrededor. Gotas caían de lo alto,
gimiendo en las pozas en que el arroyo parecía deshacerse. El miedo, entre
rocas, batió sus alas. ¿Por dónde había venido? Miró en torno, buscó detrás de
sí. Todo era tan semejante que no conseguía reconocer los caminos. Sólo allá
delante, más allá de los arcos formados por la piedra, vio brillar la claridad.
-Tal vez por ahí, -pensó reconfortada.
Sin embargo, superado el primer arco, y el segundo, llegando en fin a la luz,
la moza se halló frente a un inmenso salón de gruta donde centenas de espejos
cubrían las paredes, centenas de velas brillaban encendidas. Y delante de cada
espejo, sobre pedestales, reposaban vasijas de plata.
Atraída por aquel extraño lugar, descendió dos peldaños, caminó hasta el primer pedestal y ya se levantaba en la punta de los pies para mirar dentro de la
vasija, cuando:
-¡Conque entonces viniste a visitarme!- rebotó estridente una voz, golpeando de
espejo en espejo.
Un susto, un salto. Sólo en ese momento la moza percibió a la Dama de los Espejos, tan bella y destellante que entre brillos se confundía. Por un instante, temiendo a aquella extraña señora, se disculpó: no sabía que allí morase alguien, no pretendía…
-Pero me gusta tu visita- cortó la Dama con extraña sonrisa -Hace tanto que vivo aquí solita sin que nadie me venga a ver… ¡Hallo, incluso, que debes quedarte!
Y levantando la mano con gesto de centella, apuntó hacia la entrada de la
gruta. Sin ruido, un espejo descendió, bloqueando el camino.
-Y ahora, joven curiosa, -ordenó la voz cortante, -mira bien aquello que tanto
querías ver.
Asustada, asomase la moza sobre la vasija. Para descubrirla llena de agua,
clara poza donde un rostro de mujer flota. No el suyo. Pálido rostro sin
trenzas, que no la mira, encerrado en el círculo de plata.
-¿De quién es ese rostro, señora?- pregunta la moza intentando controlar la
seducción del espanto.
-¡Es mío -rompe en astillas la carcajada de la Dama.
Súbito, una de las velas se apaga. En el espejo detrás de ella, un rostro de
mujer aparece y se inclina, ofreciendo al peine sus cabellos. No ríe más la Dama. Exacta, avanza hacia el espejo y casi sin tocarlo coge en los dedos los bordes de la imagen, lentamente desprendiéndola del vidrio. Por un instante, se estremece en el aire aquel rostro, luego posado sobre el agua, donde nunca más peinará
cabellos.
-¡Entonces fue eso lo que ocurrió con mi reflejo! -con ansiedad, la moza corre
de vasija en vasija, llamando el propio nombre, buscando. Y en cada quieto ojo
de agua se enfrenta con una nueva imagen, sin que ninguna sea aquella que más
desea.
Hasta que:
-Allí -ordena la Dama indicando.
Inclinada al final sobre sí misma, trazo a trazo, hermana gemela, la moza se
reencuentra. Pero, ¿por qué no brillan de alegría los ojos que ella ve y no
parecen verla? ¿Por qué no le devuelve la sonrisa la boca tan seria?
Enderezase la moza, sin que el rostro en el agua le siga el movimiento. Ondulan las trenzas rubias, como algas. Y nada altera la expresión prisionera.
-Por favor, señora, devuélvame mi reflejo.
-¡Imposible!- lacera el grito de la Dama. Y más calmada: -Ningún reflejo salió jamás de aquí.
Después, en el largo silencio que se hace:
-Antes de que la noche acabe, tú comprenderás por qué.
¿La noche? ¿Ya es noche, entonces? Trancada en la gruta entre velas encendidas, la moza no sabe del tiempo. Sabe, apenas, que no quiere apartarse de sí misma, dejar su rostro solo en el agua fría. Y allí, junto a él, sin osar acariciarlo con miedo de romperle los trazos, deja pasar las horas en silencio. Lejos, en un rincón sombrío, la dama parece ocultarse, mientras el tiempo se gasta con la cera.
Cabecea casi la moza cuando, de repente, la Dama se mueve, saliendo del rincón. Pero entre luz y sombra otro es su porte. Encorvados los hombros, la cabeza cuelga y mechas blancas escapan bajo la corona.
Trémula, jadeante, la Dama anda entre espejos y pedestales. Delante de cada vasija para casi ahorrando fuerzas, mira y sigue. Ninguna la detiene largamente. Hasta que un reflejo parece atraerla más que los otros. Y ella rodea la plata con las manos, en un último esfuerzo la levanta encima de su cabeza, derramando lentamente el agua sobre el rostro.
Rostro que la moza boquiabierta ve transformarse poco a poco, hacerse joven,
dueño de las facciones que antes flotaban en silencio.
Ríe la Dama, triunfante: -¡Un reflejo es de quien sabe tomarlo!- desafía.
Sube la rabia por la garganta de la moza, arrastrando el miedo:
-¡Tome el mío entonces! -responde en furia y gesto. Y agarrando la vasija donde
su rostro flota, la lanza contra el espejo.
El agua salta. Astillase la luz. Retumba la gruta, mientras de los cristales la
plata se fracciona. El aire estalla, extingue toda llama. Verdoso el rostro,
las manos arañando el pecho, la Dama se estremece, se descarna, se desvanece. Un grito se estrangula. Y destrozada en el suelo, da estertores.
De repente, silencio y oscuridad. Cotas caen de lo alto. Un murciélago
revolotea. Asustada, la moza huye sobre escombros y pozas, tropieza, se
levanta, corre pisando leve al fin el suave musgo.
Allá fuera, en la claridad de la mañana que apenas se anuncia, el arroyo
mantiene el antiguo trote, agua fresca y cantante que parece llamarla. Y la
moza se aproxima, se arrodilla, extiende el mentón, boca entreabierta para
matar la sed. Pero en el manso fluir de la margen otra boca la recibe. Boca
idéntica a la suya, que en el claro reflejo de su rostro de vuelta le
sonríe.