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En las manifestaciones de izquierda, desfila a la cabeza. Suele asistir a los actos culturales, aunque lo aburren, porque sabe que después hay farra. Le gusta el ron, sin hielo ni agua, pero que sea cubano.
Respeta los semáforos. Camina Quito de punta a punta, al derecho y al revés, recorriendo amigos y enemigos.
En las subidas, prefiere el ómnibus, y se cuela sin pagar boleto. Algunos choferes le tiran la bronca: cuando se baja, le gritan tuerto de mierda.
Se llama Choco y es buscabronca y enamorado. Pelea hasta con cuatro a la vez; y en las noches de luna llena, se escapa a buscar novias. Después cuenta, alborotado, las locas aventuras que viene de vivir. Mishy no le entiende los detalles, aunque le capta el sentido general.
Una vez, hace años, se lo llevaron muy fuera de Quito. La comida no alcanzaba, y resolvieron dejarlo en el lejano pueblo donde había nacido. Pero volvió. Al mes, volvió. Llegó a la puerta de su casa y se quedó ahí tirado, sin fuerza para celebrarlo moviendo el rabo, ni para anunciarlo ladrando. Había andado por muchas montañas y avenidas y llegó en las últimas, hecho una piltrafa, los huesos a la vista, el pellejo sucio de sangre seca. Desde entonces odia los sombreros, los uniformes y las motocicletas.