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«Aquella tímida juventud». Ciento cincuenta son las veces que Witold Gombrowicz escribe la palabra juventud en su Diario (1953-1969), que la editorial El cuenco de plata acaba de publicar por primera vez en la Argentina. ¿Por qué eso debería importarnos? Que Gombrowicz haya escrito 150 veces la palabra juventud en un viejo Diario. O más: que Gombrowicz haya escrito. Más aún: que Gombrowicz haya existido. Debería. Sin duda, Gombrowicz nos importa.
El escritor polaco nacido en el seno de una familia católica el 4 de agosto de 1904 en el señorío de Maolszyce, propiedad de su padre, a 200 kilómetros al sur de Varsovia, vivió, sufrió, tuvo aventuras, fue pobre, bohemio y enfermo, trabajó, no trabajó, escribió y no escribió entre 1939 y 1963 en la Argentina. Su estadía fue, en parte, accidental. Llegó a bordo de un transatlántico polaco, invitado como periodista, a un viaje inaugural hasta Buenos Aires. El barco volvió a Europa pero él decidió quedarse.
El 1° de septiembre, Polonia es invadida por el ejército alemán. Estalla la Segunda Guerra Mundial. El 17, cuando planea volver, su país es invadido por Rusia. Como a tantos otros polacos, la guerra los exilia para siempre.
Recién en 1963, Gombrowicz tiene la oportunidad de volver el viejo mundo, pero no a su querida Polonia sino a Francia, donde se casa en 1966 con la canadiense Rita Labrosse, treinta años más joven que él (¡otra vez la juventud!) y muere el 24 de julio de 1969, antes de cumplir 65, a causa de una insuficiencia respiratoria (como el Che, otro exiliado para siempre, Gombrowicz era asmático).
En Buenos Aires tradujo, creó y publicó gran parte de su obra. Se relacionó bien con algunos poetas y escritores y muy mal con otros. Carlos Mastronardi entre los amigos. El grupo Sur entero, entre los enemigos. Sobre sus diferencias con las hermanas Victoria y Silvina Ocampo, con Adolfo Bioy Casares y con Jorge Luis Borges escribió algunos de los párrafos más jugosos de su libro póstumo. «A mí me encantaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París», figura en una de las entradas del Diario de 736 páginas, y del que El cuenco del plata mostró una puntita previa con la publicación de Diario argentino, en 2016.
La frase se lee en el contexto del relato de una cena con Bioy y Silvina Ocampo en la que una vez más, el escritor polaco se porta mal, y ellos lo desprecian. Como lo despreció Borges, cuando dijo que nunca lo había leído.
El hombre de origen «alto», caído en desgracia por culpa de la guerra, buscaba en la oscuridad de Retiro experiencias con la partes bajas del cuerpo, mientras criticaba que esos «altos» escritores argentinos estuvieran mirando las alturas de París (lo que se perdían). Alto y bajo, juventud y vejez, inmadurez y madurez. La obra y el pensamiento de Gombrowicz aparentan moverse en estas oposiciones binarias. En Retiro, busca jóvenes marineros que le devuelvan, en espejo, Narciso modelo siglo XX, la juventud perdida. Él es su propio retrato de Dorian Gray. El, un Gustav en eterna persecución de un Tadzio oscuro.
No solo en Retiro. También, en un viaje a Santiago del Estero. En una escena por demás pasoliniana de su Diario, un Gombrowicz intelectual ansioso de vida persigue a un joven santiagueño puro cuerpo. El hechizo se rompe como mil cristales cuando el chico lo reconoce. El deseo, intacto. Mientras la practica, Gombrowicz niega, con cierta ambigüedad (la época y las circunstancias mandan), en su Diario, su homosexualidad (una vez más, binario). Se la permite en la ficción. De esa experiencia nace su novela Trans-Atlántico. Aquel extranjero que nunca aprendió del todo bien el español, como aquel otro extranjero, Luca Prodan, siempre se sintió algo perdido, amó y odió la Argentina y pudo gritar, con Rubén Darío y con Prodan: Juventud divino tesoro.
Pero fue otro grito de Gombrowicz que alguno de sus amigos escuchó y propagó, nunca registrado por él, acaso incomprobable, el rumor que se esparció en el tiempo, leyenda urbana de la ciudad del intelecto porteño:
¡Maten a Borges!
Fueron, acaso, las últimas palabras que dijo cuando se alejaba del puerto de Buenos Aires en el buque Federico, que lo devolvería para siempre a Europa, aunque no a su amada y abandonada Polonia.
Sobre el vínculo Borges-Gombrowicz, además de las referencias que el mismo Witold hace en su Diario y en el que se lee una contradicción (lo detesta pero lo valora) y también una evolución (como si al final lo terminara perdonando, único un rival digno en la competencia por el premio mayor, el Nobel que ninguno de los dos supo obtener), Ricardo Piglia, en una operación paralela a la que hace en Respiración artificial entre Borges y Arlt como fundadores del canon literario nacional (en el que el mismo Piglia se inscribe), elaboró la idea de que la literatura argentina del siglo XX estaba determinada por las tensiones entre el escritor argentino más encumbrado y el polaco más ignorado.
Exageró, por supuesto, Piglia, pero hay algo muy interesante en relación al lenguaje, un lugar donde Gombrowicz abandona las oposiciones binarias semánticas que lo obsesionan y se pone a jugar. Es el juego con las palabras (en definitiva, su condición profunda de poeta que escribe narrativa) lo que determinó en gran parte el éxito de su primera novela, escrita en Polonia y traducida por él (que sabía muy poco español) y por un grupo de jóvenes escritores latinoamericanos que se reunía en la confitería Rex, en Avenida Corrientes, liderado por el cubano Virgilio Piñeira. Ferdydurke se publica por primera vez en Argentina en 1947 y, si bien no catapulta a su autor a la fama, como era su deseo, sí lo convierte en escritor de culto. En ese libro, la creación de palabras (al mismo tiempo una traducción superadora de palabras del polaco al español) como la insuperable nopodermiento, o la delirante cuculeíto y sus múltiples variantes, las repeticiones, el humor. La de Gombrowicz es una escritura de vanguardia permanente (aún hoy lo es). Siempre actual. (Nosotros, en cambio, no matamos a Borges).
Pero a él no le alcanza, escribe más, publica más. En Europa recibirá los mimos correspondientes del ámbito de las Letras (el premio Formentor, la candidatura al Nobel). La fama, como la juventud deseada, lo obsesiona y, como escribe Rita Gombrowicz en el prólogo del Diario, Gombrowicz se inspira en André Gide para escribir un diario, pero mientras que Gide es un autor famoso cuando lo publica, el polaco lo hace para saltar a la fama.
Otro diario que Gombrowicz menciona es el de Kafka. Se sumerge obsesivamente en la escritura de su diario con absoluta conciencia de género. Un cosmos propio y particular en el que desfila la Argentina, sus peleas, acuerdos y desacuerdos con escritores polacos, argentinos, franceses, sus experiencias, sus aventuras, su enfermedad, Hitler:
«No he perdonado, pero me ha pasado algo peor. Yo, polaco …tuve que convertirme en Hitler. Tuve que asumir como propios todos aquellos crímenes, justo como si los hubiese cometido yo mismo. Me convertí en Hitler y tuve que asumir que Hitler estaba presente en cada uno de los polacos asesinados y que sigue presente en cada uno de los polacos supervivientes. La condena, el desprecio: este no es el método, esto no es nada… Despotricar continuamente contra el crimen sólo contribuye a perpetuarlo… Hay que tragarlo. Comerlo. El mal únicamente se puede vencer en uno mismo».
*El cuenco del plata, en su Biblioteca Gombrowicz, publicó, además de las obras citadas, las novelas Cosmos, Pornografía, Bacacay (cuentos completos), El casamiento (obra de teatro). Para una lectura abarcadora de su obra, puede consultarse online el libro: El fantasma de Gombrowicz recorre la Argentina, recopilación de artículos presentados en el I Congreso Internacional Witold Gombrowiz, compilados por Nicolás Hochman.