- Clickultura
- BLOG
- 0 Comments
- 172 Views
Daniela Alcívar Bellolio
En el problema del duelo en la literatura se cifra, quizá, la paradoja fundamental de lo literario, se muestra explícitamente la imposibilidad fundante del lenguaje, plantea para quien escribe la pregunta fundamental que envuelve siempre a la experiencia literaria: ¿cómo representar lo irrepresentable?
La lengua, conjunto estereotipado de signos con unos límites ineluctables (los que impone la invención del concepto sobre la materia infinita del universo, cuya verdad nos es completamente ajena), es incapaz de representar la materia viva y huidiza de la experiencia: la literatura (la interesante, al menos) es la huella de un fracaso, el fracaso de decir con palabras la extrañeza del mundo y el paso fugaz de las personas por él.
«Todo concepto —dice Nietzsche— se forma igualando lo no-igual»: el impulso contradictorio de decir la imposibilidad de una imagen antes de su homogeneización conceptual, desafía el saber para habilitar la emergencia de lo inaudito, «la irreparable singularidad de lo existente cuando hace señas que ningún método podría advertir», en palabras de Alberto Giordano. La vida, esa fuerza anónima e inapelable, ese conjunto heterogéneo de instantes preciosos o temibles, esa marea impredecible, esa singularidad obstinada, desborda por completo la capacidad humana para relatarla: la literatura es, pues, una forma de expresar la extrañeza de un mundo que no nos rinde ninguna cuenta, que no se apercibe de nosotros, que sigue su curso ajeno por completo a los humanos avatares.
Por eso los mundos de la ficción que más hospitalariamente acogen a la vida no son aquellos en los que prima la maestría técnica ni el dominio viril sobre el lenguaje, sino los que dejan ver y escuchar en su cadencia el rastro de esa impotencia; los que, en la pugna siempre fallida por mostrar algo verdadero, renuncian a la perfección, se abren al caos, sacrifican verosímil, corrección sintáctica, «riqueza», «elegancia». Pienso en Ariana Harwicz, en Sebald, en Natalia Ginzburg, en Antonio di Benedetto, en Gabriela Ponce, en Jorge Barón Biza. Aún dependemos en gran medida de la ideología del dominio en la literatura (naturalizada por las voces autorizadas —siempre masculinas— de nuestro campo cultural) y olvidamos que por una literatura sin grieta, sin fractura, no pasará jamás la vida.
Si la literatura es siempre testimonio del fracaso del lenguaje para representar la materia inapresable de cualquier experiencia, cuando eso que se busca escribir es la muerte de un hijo —experiencia inaudita si las hay—, esa sensación de pérdida de algo que se quiere aprehender se intensifica, y pone en crisis con mayor evidencia la incapacidad del lenguaje —la insuficiencia de cualquier destreza, por aguda que sea— para poner orden en una materia ingobernable.
La experiencia del duelo por un hijo es inclasificable, y la única posibilidad ante ella es inventarle una estructura que haga más vivible la sobre-vida: la sensación de pérdida que acompaña a todo duelo se potencia hasta el absurdo cuando el ausente es el hijo. Materia imposible e irracional, salvaje, primaria, corporal, hecha del más agudo dolor pero también de miedo, de culpa, de perplejidad, de extravío. Pérdida que se vive en el cuerpo, ausencia material que —especialmente en la madre que lo ha llevado dentro— se presentiza ininterrumpidamente y que se muestra rápidamente como un vacío que no cede, que no va a ceder.
¿Cómo se escribe esto? ¿Qué idioma podrá contener este límite de la vida? ¿Qué sintaxis será capaz de representar un evento así de inimaginable y violento, la vida recrudecida contra un cuerpo llevado a su frontera más próxima con la propia muerte pero, crueldad mayor, sin el alivio de la pérdida de la conciencia? ¿Cómo se escribe el horror de sobrevivir a un hijo?
Alrededor de un núcleo tan inverosímil como ese solo pueden darse rodeos. No importa cuánta literalidad procure un texto, con la muerte de un hijo siempre existirá una distancia insalvable en la medida en que es un evento inaccesible, misterioso en su simpleza, en su modo de ser definitivo e irreversible. Nadie relata una muerte: apenas se acerca a sus bordes, observa desde lejos con mayor o menor arrojo, sostiene la mirada en sus efectos, pone el cuerpo a la presencia ya irrenunciable del recuerdo.
Joan Didion, en El año del pensamiento mágico (2006), relata el año en que su hija y su esposo murieron: «La vida cambia rápido / La vida cambia en un instante / Un instante normal». Esas fueron, según cuenta, las primeras palabras que escribió después del «suceso». Quien haya sufrido una pérdida insoportable sentirá una empatía inmediata por estas palabras, la sensación temible de que todo instante de calma está potencialmente raído por el caos más radical, la certeza de que, a partir de este momento, vivir es un acto de fe sin Dios. El sintagma «el año del pensamiento mágico» alude al shock que Didion vivió después de la muerte de su familia y al modo en que, superada por unas circunstancias imposibles, por un año se entregó a la idea (irreal) de que todo se arreglaría de algún modo, mágicamente, porque la realidad era imposible: que un hijo muera revela el germen ficticio que tiene el acontecer del mundo.
Y eso fue lo que pasó (1947) es una novela completamente desgarradora de la italiana Natalia Ginzburg que relata, de modo enigmático por su sencillez, el curso de una relación tortuosa con un hombre, Alberto, la muerte de la hija de ambos y el posterior asesinato del marido por parte de la madre en duelo. En esta historia todo viene dado por la más anodina casualidad: el enamoramiento es gris, la relación es desapasionada, el embarazo llega sin aspavientos y la niña que nace es fea y no genera demasiado en la madre. El entusiasmo, al padre, también le dura muy poco. El afecto más agudo en esta historia es el rencor: Alberto ama a otra mujer y cada vez lo hace más evidente con sus viajes extendidos. Cuando la niña enferma y muere, la narradora, sin embargo, entra en una instancia antes desconocida del dolor; la niña que la fastidiaba con sus gritos, la que le parecía poco agraciada, la que no la dejaba dormir, muere en sus brazos después de interminables horas de llanto, y el mundo entero se transforma. Hacia el final del relato, cuando ya han muerto la hija y el marido, sentada en un banco público en medio de la niebla, Natalia se abre a la llana e irreversible certeza de que, a partir de ese momento, todo será diferente: quien haya vivido una pérdida capital sabrá todo lo innombrable que habita en esa simple revelación.
Lo que no tiene nombre (2013) es el elocuente título de la novela de Piedad Bonnett sobre el suicidio de su hijo Daniel. En ella, la autora busca algo más que el desentrañamiento de un enigma (el enigma insoportable que será siempre para una madre la muerte voluntaria de su hijo), ni siquiera el recuento de los hechos que llevaron a su muerte, sino la simple remoción de una realidad intolerable para encontrar en ese movimiento de aguas nuevas imágenes de un rostro amado y para siempre ya perdido: trabaja «tercamente con las palabras para tratar de bucear en el fondo de la muerte, de sacudir el agua empozada, buscando, no la verdad, que no existe, sino que los rostros que tuvo en vida aparezcan en los reflejos vacilantes de la oscura superficie». Tal es la medida de una pérdida como esta, que hace que una madre se enfrente al más radical de los paisajes con tal de ver otra vez el rostro de su hijo.
Cómo olvidar, en este panorama abstruso, nuestro más desgarrador lamento por el hijo perdido: «¡hijo mío! / azotado salvajemente por la desesperación de las olas / Parecía cincelado en granito / hechoparaempiedraendurar / hechoparaperdurar / entre la frenética agitación de las aguas / pero todo cuanto se enciende en el corazón o el tacto / se infecta de perecimiento». El poeta Efraín Jara Idrovo solloza a su hijo, al terrible recuerdo de su nacimiento, al más terrible aun de su muerte, infectado ya, aunque de piedra haya sido su nombre, de perecimiento.
La poeta Blanca Varela retrata el nido vacío de su cuerpo en ausencia del hijo: «y tú mirándome / como si no me conocieras / marchándote / como se va la luz del mundo / sin promesas / y otra vez este prado / este prado de negro fuego abandonado / otra vez / esta casa vacía / que es mi cuerpo / a donde no has de volver». Desgarro del cuerpo vacío, condena de espacio de carne deshabitado. El poeta Joan Margarit, pienso en él finalmente, canta a ese horror que todo padre en duelo teme, el horror del olvido: «Con la frente apoyada en el cristal / pido perdón a mis dos hijas muertas / porque ya casi nunca pienso en ellas».
No hay palabras para decir la muerte del hijo, solo para inventar una forma de sobrevivirlo.