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Carla Badillo Coronado
Si nos pidiesen nombrar ahora mismo tres grandes viajeros de la historia o, en su defecto, al menos citar un par de libros de viajes, tendríamos de inmediato alguna respuesta en mente —incluso sin haberlos leído—, puesto que hay nombres que han permanecido asentados en nuestro imaginario social por siglos. Marco Polo, Lawrence de Arabia, Heródoto, James Cook o Alexander Von Humboldt son algunos de los referentes que ocupan un merecido lugar en esa gran cartografía nómada; pero no son los únicos.
Desde tiempos inmemoriales han sido muchas —muchísimas— las mujeres que han emprendido grandes hazañas por el mundo, registrándolas por escrito. Freya Stark, Isabelle Eberhardt, Gertrude Bell, Mary Kingsley, Karen Blixen, Jeanne Baret, Ida Laura Pfeiffer, Ella Maillart, Annemarie Schwarzenbach, Isabella Bird, Carmen de Burgos y Jan Morris, son algunas de ellas. Todas, a su manera, desafiaron en su momento las convenciones de género para salir al encuentro de lugares remotos —con frecuencia restringidos—, a los que llegaron gracias a la fuerza de su ímpetu, de su carácter temerario y decidido. Muchas tuvieron que camuflarse o disfrazarse de hombres, ya que su condición de mujeres las excluía de todo desplazamiento y, en otros casos, llegaron a cruzar zonas de conflicto o atravesar el desierto montadas sobre un camello hasta presenciar, finalmente, aquellas culturas lejanas con las que tanto soñaron, o en ocasiones lugares tan apartados que no constaban en los mapas.
Lamentablemente, la mayoría de ellas —verdaderas pioneras— han sido olvidadas o borradas de la historia, lo cual ha generado por mucho tiempo un acuerdo implícito en nuestra construcción social: aquella búsqueda voraz de lo desconocido; aquella trashumancia y registro de experiencias; aquellas grandes proezas exploratorias, pertenecen, por excelencia, a los hombres.
¿No?
Volvamos al inicio.
Si digo: El libro de las maravillas del mundo; y luego digo: Pasajera a Teherán, ¿cuál de los dos títulos sonará más familiar?
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El libro de las maravillas del mundo es uno de los registros más conocidos de la literatura de viajes; corresponde a Marco Polo, viajero y mercader veneciano, célebre por sus viajes a Asia a través de la Ruta de la Seda, en el siglo III. El segundo, uno de los libros menos conocidos, más interesantes y mejor escritos de este mismo género. Su autora: Vita Sackville-West —más conocida como Vita—, escritora y viajera nacida en Gran Bretaña, en 1892, y una de las integrantes del grupo Bloomsbury, del cual Virginia Woolf también formó parte. De hecho, Vita y Virginia fueron pareja algún tiempo, mientras estaban casadas con sus respectivos maridos; y no en vano la célebre viajera inspiró la novela que Woolf escribió en 1928: Orlando.
Pero volviendo a Pasajera a Teherán, basta leer su introducción —una especie de tratado sobre el arte de escribir cartas durante los viajes— para darnos cuenta de que estamos frente a un libro de crónicas de viaje simplemente brillante. «Es buenísimo» —escribió la misma Virginia al recibir el manuscrito—. «No conocía el alcance de tu perspicacia, ni a esa Vita pícara, inquietante, avispada y esquiva». Woolf y su marido, Leonard, lo publicaron bajo el sello de Hogart Press, en Londres, en 1926.
El libro narra el viaje que Vita emprendió sola, a inicios de ese año, en tren, barco y automóvil por el centro y el sur de Europa, gran parte de Oriente Próximo y Oriente Medio, para reunirse con su marido, Harold Nicolson (a quien dedicó su libro). Un año después, Vita regresó a Irán y cruzó a pie —con una pequeña caravana de mulas— la cordillera Bajtiari, uno de los territorios más agrestes del país. De esa última expedición, surgieron las páginas de Doce días, con las que cierra la obra.
Además de viajera, Vita desarrolló su actividad creativa como poeta, novelista, cuentista, biógrafa, historiadora y diseñadora de jardines. Algunas de sus obras más conocidas son: The Heritage, The Land, All Passion Spent, Family History y Seducers in Ecuador.
Murió en 1962, tras padecer un cáncer de estómago, en su residencia de Singhurst.
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«Viajar es el placer más íntimo que existe. No hay nada más aburrido que un viajero aburrido. No nos interesa lo más mínimo que nos cuente lo que ha visto en Hong Kong. No solo no queremos que nos lo cuente de viva voz, sino que tampoco queremos (no podemos quererlo si pretendemos lograr un grado de sinceridad superior al que está al alcance de la mayoría de los seres civilizados) que nos lo cuente por carta. Puede que se deba a que las cartas presentan problemas intrínsecos. Para empezar, no son instantáneas. Si hoy mando una a casa y digo (cosa que es cierta): “En el momento de escribir estas líneas navego por la costa de Baluchistán”, para mí se trata de algo absolutamente real, pues me basta con levantar la vista del papel para refrescarla con esos acantilados, rosáceos bajo la luz de la mañana; sin embargo, para el destinatario de mi carta, que la abrirá en Inglaterra transcurridas tres semanas, ya no estoy bordeando Baluchistán, sino yendo en taxi por Bagdad, o leyendo en un tren, o dormida, o muerta.»
Vita Sackville-West.
Pasajera a Teherán.
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Entre el Libro de las maravillas del mundo y la Pasajera a Teherán hay mucha diferencia temporal, es cierto. Retrocedamos entonces al siglo IV para hablar de Egeria, considerada la primera mujer viajera de la cual existen registros. Para ello debemos entender que una de las primeras y escasas formas en que las mujeres podían movilizarse en aquella época, era por cuestiones religiosas: peregrinajes. Los peregrinajes consistían, básicamente, en lanzarse sin rumbo fijo —geográfico o temporal— como prueba de amor a Dios (o a algo sagrado). Así, Tierra Santa no tardaría en constituirse uno de los primeros destinos de este tipo de viajes.
Egeria emprendió su peregrinaje en el año 380 con dirección a Palestina, partiendo de España, su tierra natal. Una vez embarcada en Galicia, avanzó hacia Oriente, permaneciendo en tránsito tres largos años. A pesar de su escasa información biográfica, no es difícil intuir que Egeria fue una mujer adelantada a su tiempo, cuya sed de saber la llevó a un sinnúmero de lugares bíblicos. Sus impresiones quedaron registradas en el Itinerarium Egeriae, un manuscrito hallado incompleto a finales del ochocientos, en el cual relata su recorrido por diferentes senderos de las legiones romanas, estableciendo locaciones de monasterios y santuarios, y perdiéndose en la exaltación mística que los paisajes pueden provocar.
El Monte Sinaí, por ejemplo.
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Faltarían páginas para describir las travesías de grandes mujeres viajeras; pioneras y contemporáneas. Aproximemos algunas. Ida Pfeiffer: una austriaca del siglo XIX quien, hastiada de su tediosa vida de esposa y madre, se embarca en un velero con cien libras en el bolsillo y el firme propósito de dar la vuelta al mundo, convirtiéndose en la primera mochilera de la historia. Su obra más conocida: Viaje de una mujer alrededor del mundo (1846). Isabella Bird: primera mujer en formar parte de la Real Sociedad Geográfica en Londres, después de dar tres veces la vuelta al mundo. Dos de sus obras: Japón inexplorado y Una mujer en las montañas rocosas. Mary Kingsley: recorre África sola, regresando a su patria con una amplia colección de insectos, moluscos, plantas, diferentes especies de reptiles y peces, captando la atención de los periodistas sobre el insólito viaje. Algunos de sus libros: Travels in West Africa, Congo Français y West African Studies (1899). Gerdtrude Bell: la reina de Irak, su curiosidad la lleva a atravesar, en 1909, los desiertos sirios sobre una yegua y a vadear las terrosas aguas del Éufrates. Freya Stark, exploradora incansable y ensayista británica, llamada Dama de la Orden del Imperio Británico, famosa por sus exploraciones en el desierto árabe en 1927. Algunos de sus libros: Los valles de los asesinos: viaje por el desierto de Persia y La ruta de Alejandro: crónica de un viaje. Annemarie Swarzenbach: escritora, fotógrafa y periodista seducida por Oriente. Recorrió Afganistán en un Ford en compañía de Ella Maillart. Thomas Mann la bautizó como «un bello ángel devastado» y la escritora norteamericana Carson McCullers le dedicó: Reflejos en un ojo dorado. Algunos de sus libros: Con esta lluvia (1934), Muerte en Persia (1936), Todos los caminos están abiertos (1939).
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En su libro Mulheres viajantes (Lisboa, 2014), la escritora portuguesa Sónia Serrano establece un magistral estudio sobre la historia de las mujeres viajeras. En uno de sus capítulos —tras analizar la ausencia de la mujer en un sinnúmero de libros dedicados a la literatura de viajes—, Serrano resalta el hecho de que las exploradoras no solo arriesgaban su vida al igual que los hombres, al exponerse a riesgos desmedidos en sus diferentes travesías, sino que, además, debían luchar —por el hecho de ser mujeres— contra muchas más adversidades y resistencias. Y advierte algo que resulta revelador, tomando como referencia una de las obras fundamentales de la literatura universal: la Odisea.
«La exclusión de la mujer del viaje —dice Serrano— proviene de aquello a lo que llamo “la maldición de Ulises”, ese mítico héroe que, contra todo pronóstico, logró mantener a su mujer esperando veinte años. Esperando y resistiendo las tentaciones de los innumerables pretendientes, como Ulises mismo lo pudo comprobar. Penélope es quizá el mejor ejemplo de la mujer fiel, habiendo conquistado el derecho a que le fueran erigidos varios monumentos en honor a su capacidad de espera y de su resiliencia, pero no es ciertamente el prototipo de mujer aventurera que resuelve enfrentar los peligros y partir en busca del marido. Ella opta por la seguridad del hogar, por poco familiar que este le sea sin la presencia de Ulises, en detrimento de la intrepidez de partir rumbo a lo desconocido.»
Aquella larga espera consagra a Penélope como una mujer virtuosa. Serrano, desde luego, no encuentra gran virtud en aquella prolongación. Yo, como escritora y viajera, tampoco. No obstante, la actitud de Penélope influenciaría, profundamente, el entendimiento sobre el papel de la mujer a lo largo de la historia, en lo que concierne al impulso de partir.
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«Ítaca, cualquier Ítaca, es un lugar interior.»
Chantal Maillard. Bélgica
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Hace una década emprendí mi primer viaje por el mundo. Me fui sola por rumbos lejanos y desconocidos, partiendo de Arizona, cruzando el desierto de Sonora, llegando a Nuevo México, pasando por Colorado y siguiendo parte de la Ruta 66 hasta desembocar en San Francisco. El tiempo se vuelve mito, pero los diarios son carne. Aquel viaje determinó, en gran medida, la mujer que ahora soy. Hay muchas cosas que apenas intuía, pero de algo estaba segura: no quería quedarme quieta, únicamente imaginando, limitándome a ser la musa de alguien. Quería ser la protagonista de mis propias aventuras, conocer más allá de lo que me habían contado; viajar por todas las mujeres que en mi linaje no pudieron. Hace una década tenía 23 años y había terminado mis estudios. «Anda y ve el mundo», me dijo Héctor un día; uno de los pocos maestros que tuve entonces. No deja de ser curioso, ahora lo pienso, que su nombre corresponda al guerrero troyano; al más humano de los héroes homéricos. Bien sabía Héctor, diez anos atrás, que su alumna tenía más vocación de Ulises que de Penélope, y que acabaría por irse lejos para reescribir la historia, forjando su destino, como tantas otras que se siguen atreviendo.
El camino es largo como lengua de cíclope, sí.
La intuición sigue siendo la mayor de mis brújulas.