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En este mes circulan en la Campaña de Lectura narraciones breves el célebre autor de Moby Dick
Federico Patán
Decir Melville es pensar en Moby Dick. La ballena blanca de esta novela tiene ya dimensiones de símbolo universal, bien que difieran las interpretaciones que se le dan. Para unos representa la enormidad del mal, para otros la búsqueda obsesiva de la verdad absoluta, y para otros más un intento de comprender las intenciones de Dios, explicaciones todas donde late la presencia del calvinismo. En efecto, nacido en Nueva York en 1819, en una familia de abolengo, Herman Melville no solo recibe una sólida educación académica, sino a la vez una cuidadísima atención religiosa. Sus padres, Allan Melville y María Gansevoort, eran personas muy pías, que inculcaron en sus hijos la necesidad de atender a las demandas de la iglesia.
Sabemos cuán poderosa es la presión del protestantismo en la literatura norteamericana. Allí donde clava su aguijón, el escritor se revuelve herido de muerte. No es otra la reacción de Melville, quien a partir de sus conflictos internos con la religión heredada va levantando su obra narrativa. Desde luego, no se compone ésta exclusivamente de tal conflicto, pues entran en su estructura las experiencias del autor como marino; es decir, como hombre de acción. Es este un rasgo muy característico de ciertos creadores norteamericanos: combinar sus aventuras externas con sus inquietudes internas, hasta lograr una mezcla muy efectiva y poderosa cuando expresada en palabras. Así con Melville. Acosado por una pobreza relativa, se contrata como una especie de grumete en el Highlander. Estamos en 1839. Sufre los maltratos usuales en los buques mercantes del XIX, experiencia de la que dejara constancia poco grata en Redburn (1849). En 1841 zarpa en el Acushnet. Irritado por la vida de opresión que a bordo lleva, deserta en las islas Marquesas y huye al interior, donde vive varias semanas. Typee (1846), su primer libro, es resultado de esas aventuras; Omoo (1847) narra el rescate a manos de un ballenero australiano y su desembarco en Tahití.
Vemos entonces que vida y literatura se unen estrechamente. Del regreso a su patria en la fragata Estados Unidos surge Chaqueta blanca (1850), novela donde se da un elemento de presencia muy constante en la obra de Melville: el hombre que, por alguna causa, es distinto a los demás y se ve acosado o, por lo menos, aislado debido a tal aspecto distintivo. Parece tratarse mayoritariamente de personas cuyo pasado esconde algún secreto, para el resto de la gente secreto oscuro, pecaminoso. Pensemos en Ahab, figura predominante en Moby Dick (1851), la novela cumbre de Melville y una de las mayores escritas en los Estados Unidos; pensemos en Billy Budd, protagonista de la novela corta homónima; pensemos en Bartebly. Por algo ha dicho el crítico Eric Mothram que Melville «explora la soledad del individuo y el poder penetrante de las tinieblas», para agregar que el autor «analiza la destructividad moral inherente a la ética protestante». De aquí el profundo sacudimiento para todo lector en contacto con esa obra: se ve enfrentado a cuestiones de orden moral difíciles de resolver.
Ahab, obsesivo perseguidor de la ballena (¿el mal, la verdad?), es el personaje que mejor representa al nombre aislado típico de Melville; ser aislado no solo ya en razón de su conducta, sino incluso de su apariencia física. Pasan por la vida ocultando un secreto que otros consideran maligno; sin embargo, la narración misma permite al lector aceptar esto o buscar interpretaciones de índole distinta. Véase, a título de ejemplo, el cuento «Daniel Orme».
Melville fue, innegablemente, novelista; la poesía y el cuento son acompañamientos en cierto modo menores de los extensos relatos que constituyen la columna vertebral de la obra melviliana. No obstante ello, los cuentos de Melville valen por sí mismos, pues permiten verificar en pequeño lo dicho en profundidad en las novelas. Son, simplemente, otro ángulo de visión.
(Fragmentos del estudio introductorio de Tres cuentos, publicado por la UNAM)