El cuarto hombre

  • BLOG

Por Agatha Christie

El canónigo Parfitt jadeaba. El correr para alcanzar el tren no era cosa que conviniera a un hombre de sus años. Su figura ya no era lo que fue y con la pérdida de su esbelta silueta había ido adquiriendo una tendencia a quedarse sin aliento, que el propio canónigo solía explicar con dignidad diciendo «¡Es el corazón!»

Exhalando un suspiro de alivio se dejó caer en una esquina del compartimiento de primera. El calorcillo de la calefacción le resultaba muy agradable. Fuera estaba nevando. Además era una suerte haber conseguido situarse en una esquina siendo el viaje de noche y tan largo. Debieron haber puesto coche-cama en aquel tren.

Las otras tres esquinas estaban ya ocupadas, y al observarlo, el canónigo Parfitt se dio cuenta de que el hombre sentado en la más alejada le sonreía con aire de reconocimiento. Era un caballero pulcramente afeitado, de rostro burlón y cabellos oscuros que comenzaban a blanquear en las sienes. Su profesión era sin duda alguna la de abogado, y nadie lo hubiera tomado por otra cosa ni un momento siquiera. Don Jorge Durand era ciertamente un abogado muy famoso.

-Vaya, Parfitt -comenzó con aire jovial-. Se ha echado usted una buena carrerita, ¿no?

-Y con lo malo que es para mi corazón -repuso el canónigo-. Qué casualidad encontrarle, don Jorge. ¿Va usted muy al norte?

-Hasta Newcastle -replicó don Jorge-. A propósito -añadió-: ¿Conoce usted al doctor Campbell Clark?

Y el caballero sentado en el mismo lado que el canónigo inclinó la cabeza complacido.

-Nos encontramos en la estación -continuó el abogado-. Otra coincidencia.

El canónigo Parfitt vio al doctor Campbell Clark con gran interés. Había oído aquel nombre muy a menudo. El doctor Clark estaba en la primera fila de los médicos especialistas en enfermedades mentales, y su último libro, El problema del subconsciente, había sido la obra más discutida del año.

El canónigo Parfitt vio una mandíbula cuadrada, unos ojos azules de mirada firme, y una cabeza de cabellos rojizos sin una cana, pero que iban clareándose rápidamente. Asimismo tuvo la impresión de hallarse ante una vigorosa personalidad.

Debido a una lógica asociación de ideas, el canónigo miró el asiento situado frente al suyo esperando encontrar allí otra persona conocida, mas el cuarto ocupante del departamento resultó ser totalmente extraño… tal vez un extranjero. Era un hombrecillo moreno de aspecto insignificante, que embutido en un grueso abrigo parecía dormir.

-¿Es usted el canónigo Parfitt de Bradchester? -preguntó el doctor Clark con voz agradable.

El canónigo pareció halagado. Aquellos «sermones científicos» habían sido un gran acierto… especialmente desde que la prensa se había ocupado de ellos. Bueno, aquello era lo que necesitaba la Iglesia… modernizarse.

-He leído su libro con gran interés, doctor Campbell Clark -le dijo-. Aunque es demasiado técnico para mí, y me resulta difícil seguir algunas de sus partes.

Durand intervino.

-¿Prefiere hablar o dormir, canónigo? -le preguntó-. Confieso que sufro de insomnio y, por lo tanto, me inclino en favor de lo primero.

-¡Oh, desde luego! De todas maneras -explicó el canónigo-, yo casi nunca duermo en estos viajes nocturnos y el libro que he traído es muy aburrido.

-Realmente formamos una reunión muy interesante -observó el doctor con una sonrisa-. La Iglesia, la Ley y la profesión médica.

-Es difícil que no podamos formar opinión entre los tres, ¿verdad? El punto de vista espiritual de la Iglesia, el mío puramente legal y mundano, y el suyo, doctor, que abarca el mayor campo, desde lo puramente patológico a lo… superpsicológico. Entre los tres podríamos cubrir cualquier terreno por completo.

-No tanto como usted imagina -dijo el doctor Clark-. Hay otro punto de vista que ha pasado usted por alto y que es en este aspecto muy importante.

-¿A cuál se refiere? -quiso saber el abogado.

-Al punto de vista del hombre de la calle.

-¿Es tan importante? ¿Acaso el hombre de la calle no se equivoca generalmente?

-¡Oh, casi siempre! Pero posee lo que le falta a toda opinión experta… el punto de vista personal. Ya sabe que no puede prescindir de las relaciones personales. Lo he descubierto en mi profesión. Por cada paciente que acude realmente enfermo, hay por lo menos cinco que no tienen otra cosa que incapacidad para vivir felizmente con los inquilinos que habitan en la misma casa. Lo llaman de mil maneras… desde «rodilla de fregona» a «calambre de escribiente», pero es todo lo mismo: asperezas producidas por el roce diario de una mentalidad con otra.

-Tendrá usted muchísimos pacientes con «nervios», supongo -comenzó el canónigo, cuyos nervios eran excelentes.

-Ah, ¿qué es lo que quiere usted decir con eso? -El doctor se volvió hacia él con gesto rápido e impulsivo-. ¡Nervios! La gente suele emplear esa palabra y reírse después, como ha hecho usted. «Esto no tiene importancia -dicen- ¡Sólo son nervios!» ¡Dios mío!, ahí tiene usted el quid de todo. Se puede contraer una enfermedad corporal y curarla, pero hasta la fecha se sabe poco más de las oscuras causas de las ciento y una forma de las enfermedades nerviosas que se sabía… bueno… durante el reinado de la reina Isabel.

-Dios mío -exclamó el canónigo Parfitt un tanto asombrado por su salida-. ¿Es cierto?

-Y creo que es un signo de gracia -continuó el doctor Campbell-. Antiguamente considerábamos al hombre como un simple animal con inteligencia y un cuerpo al que daba más importancia que a nada.

-Inteligencia, cuerpo y alma -corrigió el clérigo con suavidad.

administrator