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En medio del bombo y parafernalia, Mario, el Nobel literario, visitó la universidad. Habló sobre libertad y contra el poder. La política es su otra tarea. Creía en las izquierdas cuando tenía veinte años; hoy, con ochenta, dice que son perfectos idiotas los que creen en las izquierdas. Llegamos para oír literatura y salimos desencantados. No hubo historias. No sobrinos que se casan con una tía, tampoco burdeles en mitad de la selva, ni niños precoces que acosan a su madrastra. Solo voces contra el dictador.
Mario salió rodeado de guardaespaldas, como si fuese el más secuestrable de los humanos. Quisimos una foto para probar que el divo estuvo al alcance de la mano, pero fue imposible. El escribidor —Nobel y novel bufón del papel cuché— estuvo inasequible. Nos alejamos por la calle como gente vulgar a quien nadie hace caso. Terminó el cuento. Eso creí. Empezó en la tienda, meses antes.
—¿Qué ha hecho esta semana? —preguntaba José, quien trabaja conmigo.
Yo buscaba en el mundo virtual que da noticias antes que nadie, que se entera lo que hacen los famosos cuando apagan la luz y se meten en la cama. Abría la página del divo y aparecía el último chisme sobre su divorcio. El escándalo, las especulaciones, sus devaneos con Jezabel.
Para José y para mí, era el circo de todos los días. Él reía sin parar con cada escena del otrora serio intelectual, hoy transformado en mono de organillero, esclavo y títere de su nueva conquista. Yo me indignaba.
—Antes de esta mujer era escritor, José, no payaso.
—Está enamorado —afirmaba José en tono burlón.
Utilizábamos el culebrón para descansar del trabajo. En la tarde, antes de contar el dinero y cerrar la puerta, nos zambullíamos en la vida del escritor y su geisha, en las noticias de los amantes acosados por los paparazzi.
El día del tango, José rió hasta las lágrimas. El famoso octogenario, siempre en una biblioteca y con un libro en mano, aparecía en la primera plana de una revista chismosa. En pose de tango, el brazo en la cintura de Jezabel, sobrero funyi, pierna en alto y sonrisa pícara. Desde entonces solo tengo que encontrar esta foto para oír las carcajadas de José.
Mario defendía su privacidad con hacha y machete. Ya no.
Desde Jezabel, hace largas sesiones de fotos para revistas que se meten en la vida ajena. Ella vive de eso. Lo exige. Él acata. Ella publica cosas íntimas, él sonríe, ya no se enfurece.
—Amor ciego y bruto, José. Quisiera tenerle frente a mí y decirle que es un títere.
—No te atreverías —se burla él.
Jezabel es guapa una «socialité» doméstica. Habla de ropa, comida y joyas, experta en zapatos y cremas de cara. Mentira. Experta en atrapar hombre. Envidia de las que no pueden.
—¿Cómo lo logra, José?
—Menea el trasero.
El Nobel es la última conquista de Jezabel. Un intelectual de fama, premios y fortuna. Ahora obedece sus órdenes. Atiende festejos de gente que habla tonterías, desfila por alfombras rojas, entretiene a la sociedad que criticaba. De esto hablábamos.
Llegó invitado a la feria de la universidad. Impensable no asistir a la conferencia de nuestro Cantinflas privado. Fuimos con ilusión. Una sala atestada aplaudía sin escuchar, era un mitin político, sin alas, sin magia, sin literatura. Ni una palabra que embelese.
Nos decepcionamos. Reclamé enojada. La política es un mundo maligno, remoto, ajeno al planeta ficticio por el cual nos gusta deambular. El escribidor nos traicionó. Salimos cabizbajos. Tanto esfuerzo para nada.
Hay una fonda cerca de la universidad. Huele a aceite y cebolla, las mesas no tienen mantel, pero sirven las mejores sopas. Entramos, pedimos levantamuertos y cerveza. Nos sentamos del mal humor. En la calle había ruido. Escuchamos. El carro del divo transitaba seguido por la escolta de adulones.
—¡Que venga a tomar sopa y hable de literatura! —grito José.
—Ni lo pienses. Le llevarán a comer porquerías elegantes.
En ese instante empezó el sacudón.
Ruidos. El piso se movió bajo mis pies. Un terremoto horrible. La tierra milenaria tembló para acomodar sus espacios. Las profundidades se desperezaron y las placas se movieron. Los muñecos que habitamos en la superficie nos estremecimos horrorizados. Explotaron vidrios entre sonidos de matraca, gritos, histeria, miedo, imposibilidad de caminar, opresión en el pecho, terror….
El temblor trastornó la vida. Corrí sin rumbo, sola entre chillidos y exclamaciones de espanto. Busqué espacios abiertos, sin muros ni postes ni piedras. No sé adónde fue José. Me detuve cuando dejó de temblar.
El mundo se calmó, me senté en una vereda para regresar el alma al cuerpo. Metí la cara entre las manos y respiré fuerte. Estiré los brazos acalambrados. Alguien se sentó a mi lado. Un hombre grande y trémulo. Éramos dos seres unidos por el pánico. Pasaron minutos. Muchos. El suelo se aquietó, quedó en paz.
Nos levantamos a buscar agua. Poco a poco el miedo dio paso a una calma vigilante. Sin hablar, caminamos a buscar un lugar que tuviera café, agua y personas que no gritaran. Como en una película apocalíptica, apareció una hueca iluminada. Entramos en silencio, nos sentamos y pedimos una infusión cargada. Nos miramos.
Solo un terremoto pudo juntarnos. ¡Era él! ¡El divo! El famoso. ¡Mario! Asustado, pálido, desencajado, parecía otro. Sus manos trémulas. Miraba a derecha e izquierda con ansia. Buscaba algo, a su corte, a sus guardaespaldas. Sudaba. Se paró varias veces, dio vueltas, regresó a la silla.
Me tomó tiempo, comprender que estábamos juntos en la misma mesa. Le miré en silencio una y otra vez .El temblor de sus manos disminuía. La expresión de la cara, de a poco, parecía recuperar su aspecto normal. Su arrogancia. Lo volví a mirar. Los ojos ya no estaban desorbitados. Era él.
Tomamos al mismo tiempo el primer sorbo de café. Respiró como si tuviera el mundo sobre su espalda, se tapó la cara. Calmado, se descubrió. Asentó los codos en la mesa y descansó la cabeza en las palmas de las manos. Miró hacia fuera con un rictus en los labios.
—¡Mario!, ¿Mario?
Dos terremotos en el mismo instante. Estar frente al divo fue un sacudón que me dejó inmóvil. Intenté juntar en mi cerebro al escritor famoso con el hombre que estaba frente a mí. No pude. Lo único que recordé fue a José y sus burlas a propósito de Mario y Jezabel. Tenía la mente en blanco.
Esperé, observé su actitud. Volvía a ser la que conocíamos: superioridad y distancia. Volví a la realidad, su expresión me recordó, de golpe, una foto que apareció en una revista de farándula. Aterricé.
Era un hecho: estaba sentada junto al Nobel. Él no hablaba, miraba por al ventana en espera de algo, no me prestaba atención. Ensimismado, acaso imaginaba una novela. Quizá algo truculento en medio de un terremoto, de terror cósmico, de naturaleza que mata. Me pasó por la cabeza que al menos podía preguntarme si estaba bien.
Empecé a acomplejarme, a sentirme un piojo. Desapareció mi carácter fanfarrón. Se evaporaron mis gestos de desprecio y suficiencia, cuando aseguraba que si algún día lo tenía cerca le soltaría lo que se merecía. ¿No le da vergüenza?, ¿a su edad? ¿Ahora modela para revistas basura? Tenga mujeres, pero no haga circo.
Nada. Recordé la única vez que estuve a solas con alguien importante. No dije nada. Desperdicié una oportunidad por la que miles hubieran matado. No estuve preparada. Nerviosa, farfullé incoherencias y hui. Y pagué caro. No hay día que no imagine, odiándome, lo que debí haber dicho. ¿Y ahora?
¿Qué pretexto? Con José desmenuzamos a Mario cada día. Leemos su literatura. Conocemos su historia desde que vino al mundo.
Me levanté a pedir café. Moría de hambre pero jamás habría comido delante de Mario. ¿Comía Jezabel? De seguro picoteaba. Lo hace la gente flaca y acomodada que ha probado de todo y no le interesa la comida. Me enojé con mi alma que no se atreve. Me enfurecí con mi espíritu de gelatina. Encontré en la barra un papel y un lápiz, y escribí en letras grandes: cobarde.
Alcé la mirada y vi por la ventana un carro negro que se detenía en la puerta de la hueca. Dos hombres bajaron y caminaron hacia la entrada. Eran los guardaespaldas, venían a rescatar a Mario. Me estremecí. Caminé rápido hacia la mesa donde él estaba. Tenía la cabeza apoyada en la palma de una mano y la mirada ausente.
Me paré decidida delante de él, le miré de frente. Mario levantó los ojos y me vio por primera vez. Frunció los labios y empezó a enojarse. Le sucedía con la gente que invadía su intimidad. Dudé. Mis manos sudaban. Mi garganta se secó. Los hombres de negro estaban adentro, se acercaban. Volví a dudar. Saqué el papel. Escarbé frenética en mi bolsillo en busca de un lápiz. Extendí la mano y supliqué con los ojos:
—¿Me puede dar un autógrafo?