Un lugar limpio y bien iluminado (Ernest Hemingway)

Quizá conozcan el breve cuento de Hemingway que lleva por título Un lugar limpio y bien iluminado. Les resumo su argumento en dos palabras. Una pareja de camareros espera a que un anciano sordo termine su última copa en el café para echar la persiana y terminar su jornada de trabajo en la madrugada. Uno de los camareros se desespera por la lentitud del anciano ya que tiene prisa por regresar a su casa, con su mujer. El segundo camarero, mayor que el primero pero aún joven, no tiene prisa, se compadece del anciano y comprende su falta de prisa.

Bien, permítanme contarles un pequeño secreto, los tres protagonistas son en realidad la misma persona: soy yo. Al principio no lo entendí. Yo era un joven camarero ansioso por labrarme un futuro provechoso. El trabajo en la cafetería sólo era el medio por el que salir adelante durante mis primeros años en Madrid. No quería quedarme allí toda la vida. Soñaba con abrir mi propio café, pero sobre todo, soñaba con mi mujer a todas horas. Sola en casa me esperaba hasta altas horas de la madrugada confiando en que no me entretuviera con otras mujeres por el camino de vuelta.

Lo cierto es que sólo me entretenía con algunos parroquianos que se quedaban hasta altas horas de la noche bebiendo café o anís del Toro, hablando de política y de la guerra. Siempre que Hemingway aparecía por el local saludaba con sus manazas, miraba a su alrededor y exclamaba “éste sí que es un café limpio y bien iluminado”. Escogía una buena mesa y me llamaba con un “¡Hombre!”. Yo me acercaba con la bandeja vacía y el pequeño trapo blanco sobre mi hombro esperando sus palabras.

A veces no tenía con quien hablar y me pedía que le acompañara en la mesa, cosas de extranjeros le decía a mi jefe al que parecía no importarle tener que dejar la barra y salir a servir otras mesas con tal de que Hemingway se sintiera a gusto y no se levantara en dirección a otros locales de la competencia.

Allí, en esos breves ratos y en una mezcla de español e inglés, me contó cómo comenzó a escribir en los cafés de París. Escogía aquellos que estaban limpios, bien iluminados, con buenas mesas de mármol y una cristalera a través de la que poder observar qué ocurría al otro lado. Y así comenzó a escribir sus primeros cuentos. Si fuera estaba lloviendo, en su cuento llovía, si en el café entraba una hermosa chica rubia, la protagonista de su cuento sería una belleza rubia. De ahí su afición por los café y su cariño por los habitantes de estos santos lugares.

El día en que me leyó su último cuento me preguntó si me reconocía en alguno de los tres personajes y le contesté que sólo en el camarero joven, el que se sentía pleno de amor, confianza y gusto por el trabajo. Hemingway rió y susurrándome al oído me dijo: “El anciano también fue de joven camarero, lleno de amor, confianza y gusto por el trabajo”.

Cuentan que una joven y rica dama pidió a Picasso que le hiciera un retrato. Cuando el famoso pintor se lo presentó, la dama quedó horrorizada puesto que el dibujo representaba a una anciana llena de arrugas, ajada por el tiempo. Irritada, la mujer le espetó: “ésa no soy yo” y Picasso, sabio, contestó: “pero lo será”. Más o menos esto es lo que me explicó aquel día Hemingway.

Poco después el americano desapareció de Madrid y nunca más nos volvimos a encontrar. Olvidé el cuento y mi vida continuó según lo previsto, hasta que la tuberculosis se llevó a mi mujer y ya nadie me esperaba en casa, perdí el amor. Para olvidar mi desgracia emigré, como otros muchos, y logré hacer fortuna suficiente para inaugurar un café, limpio y bien iluminado, en Buenos Aires. Como dueño, siempre me quedaba el último para cerrar el local y descubrí que no tenía prisa por volver a mi casa vacía, que ya nada se enderezaría y perdí la confianza.

Ya próxima la edad de la jubilación traspasé ventajosamente el café por un buen precio y decidí volver a morir a mi patria, había perdido el gusto por el trabajo. Y así, de vuelta a Madrid comencé a recordar aquellas veladas de juventud y comprendí, como se descubre una ciudad perdida después de una tormenta de arena, lo que Hemingway me había querido decir con aquel pequeño cuento. Curioseando en La Casa del Libro comprobé que la historia de los camareros y el viejo fue publicada e incluso había sido traducida al español.

Como por inercia comencé a frecuentar las terrazas de los cafés nocturnos y a pedir brandy, hasta que me acaban forzando a pagar y a largarme. Hemingway acertó en casi todo, pero falló en algunas cosas: no soy sordo, aunque bien mirado ya no entiendo lo que oigo y nadie atiende apenas a lo que digo, por lo que no hay gran diferencia.

A veces creo que Hemingway adivinó nuestro común destino, jóvenes impulsivos con confianza, amor y gusto por el trabajo. Él también perdió el amor, la confianza en su propia capacidad y, finalmente, el gusto por su trabajo y por la vida. Cuando el anciano se aleja calle abajo, expulsado del café, expulsado de la vida y de la comunión de los hombres, lo hace con pasos inseguros y tambaleantes, pero lleno de dignidad. Quizá así se quitó la vida Hemingway en Ketchum, con dignidad o quizá por quitarse la vida perdió su dignidad, no le juzgaré yo.

Seguramente se equivocó muchas veces en su vida, pero acertó en otras muchas. En lo que a mí respecta erró en creer que me haría rico y en que tendría una sobrina que cortaría la correa con la que traté de ahorcarme. No tengo sobrina y no necesito correa o soga; la terraza del hotel Gran Vía es lo suficientemente alta para terminar esta historia.