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El servicio de streaming Netflix estrenó en septiembre el filme El Conde, una superproducción cinematográfica del realizador Pablo Larraín, que resulta ser una metáfora de la dictadura militar chilena de los años setenta. Pinochet convertido en chupasangre de su pueblo y su familia, mujer y cinco hijos, como el símbolo de la decadencia y corrupción del régimen fascista que asoló a Chile, durante 17 años, desde 1973.
El Conde es una sátira que despunta en el telón de fondo cinematográfico de un país apegado a los discursos formales, inverosímiles políticos y convicciones míticas de fórmulas probadas. El Conde, llevada a la pantalla grande con sobrecogedora fotografía, escenarios surreales y ambientaciones de prolija arquitectura de arte cinematográfico, muestra una trama de vampiros, criaturas nocturnas y noctámbulas engendradas a contranatura como aberraciones de toda condición humana, sombrías existencias emergidas de fuerzas oscuras de la naturaleza, concebidas en sustratos infrahumanos ajenas a toda racionalidad. Comedia negra de exuberante fantasía con deliberada intencionalidad repulsiva que busca el rechazo organoléptico del espectador en escenas que rebasan la tolerancia visual y los convencionalismos gastronómicos, como deglutir corazones recién arrancados del pecho de un cadáver, beber sangre licuada en una juguera eléctrica o consumir extraños manjares en la mesa familiar, entre otras perlas visuales.
La trama
El vampiro es el propio dictador chileno Augusto Pinochet, -interpretado por Jaime Vadell- que, con 250 años de edad, está cansado de su condición mortal. En su residencia recibe la visita de sus cinco hijos, una prole inútil cuya única “virtud” es ser herederos de los bienes de su padre adquiridos en mala forma, en sucesivos robos. Una supuesta experta contadora, una monja infiltrada, busca poner el orden las cuentas familiares y dineros mal habidos. El argumento está salpicado de hechos históricos reales acaecidos durante los 17 años de dictadura pinochetista, pasa revista a los crímenes, robos, corrupción de la familia del dictador chileno, secundado por una Lucía Hiriart, su esposa, “una campesina que lo único que hacía era abrir las piernas para ser fornicada por un militar”, y con cinco hijos improductivos fruto de una relación marital que no estuvo exenta de infidelidad conyugal.
El Conde es un certero golpe al mentón de un conservadurismo trasnochado que prevalece en Chile en momentos que, al otro lado de la cordillera, en Argentina, un Milei aspira seguir los pasos del dictador chileno como aprendiz de fascistoide tercermundista. Un mentís a la sociedad chilena postdictadura y postdemocracia que mantiene intactas leyes dictatoriales, a cincuenta años de un golpe militar que rompió todos los esquemas en violentación de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad, la película de Pablo Larraín brinda un cóctel de crítica, revisionismo y censura a un régimen vapuleado con fino humor negro. El filme es una opereta que sacude el polvo de los uniformes de una institución militar manchada de sangre, vergüenza y culpa, una casta corrupta, asesina e impune, como las Fuerzas Armadas y policiales chilenas, nutridas de vampiresca sed de sangre popular.
El filme El Conde fue recibido por la crítica como “la sátira más atrevida que uno puede encontrar en el concierto de discursos artísticos, sociales, políticos chilenos, donde lo que impera es la corrección política, la falta de riesgo y el apego a la zona segura”.
El Conde se estrenó en Netflix el 14 de septiembre, y en algunos países llegó a salas desde el 7 de septiembre. El hecho de que la película sea exhibida por el mainstream de Netflix es significativo cuyo alcance global es enorme, y pone en juego la opción que le está permitido al establishment de expresar en público su visión acerca de lo “políticamente incorrecto”. En esa línea, la película incomoda a una parsimoniosa y circunspecta sociedad chilena de ancianos decrépitos, que hace gala de un conservadurismo trasnochado con el que quiere preservar los estándares impuestos por la dictadura pinochetista y oponerse a toda reforma constitucional.
Que el cine chileno compitiera en el Festival de Venecia con el filme El Conde y que ganara el premio al mejor guión, no es casual. El Conde rompe todos los esquemas, como un acto de prestidigitación y magia cinematográficas, premunido de una solvente realización técnica en la puesta en escena, el trucaje y el montaje final del filme.