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En el último tomo de sus diarios, A ratos perdidos 5 y 6, Rafael Chirbes dice que “la novela pinta poco en la sociedad contemporánea: vale lo que crece en torno a ella, los retratos de los autores, las declaraciones, las entrevistas, los manifiestos a los que se adhieren.” Chirbes aquí no hace una crítica rancia contra la gente que “ya no lee” ni pide más apoyo institucional a la lectura. Lo que quiere decir es que daría igual si la gente leyera más. Porque aunque lo hiciera, lo que trasciende normalmente de una novela no es su contenido, sino lo que se produce a su alrededor. Muy pocas veces un autor ha sido polémico o relevante por el contenido de su libro; si hay ruido mediático, es por algo que hace más allá de su obra. La conversación sobre un autor no es sobre lo que dice en su obra sino fuera de ella. Quizá puede viralizarse un extracto de su libro, pero en la mayoría de ocasiones el contenido verdaderamente mediático es extraliterario, o extracultural.
Es común que en entrevistas al autor de una novela se le pregunte por su opinión sobre la extrema derecha o Trump o Pedro Sánchez o la Transición. Algunos ya hablan de esos temas antes de que se les pregunte, porque saben que acabarán en el titular. Es consecuencia de un periodismo perezoso: es más difícil analizar los matices e ironías y ambigüedades de una novela que intentar enmarcar a su autor en el debate de la semana. Pero es también consecuencia de los incentivos y los tiempos de la prensa contemporánea: como me han dicho algunos periodistas, si te ven leyendo un libro en la redacción de un periódico, un libro que necesitas leer para reseñarlo o para entrevistar a su autor, es posible que tus jefes piensen que estás ocioso. Directamente no hay tiempo para leer. Uno lee en el metro o en su casa por la noche.
Hay también otro tipo de incentivos perversos en la prensa que motivan esto. La prensa hoy depende más que nunca del poder para sobrevivir. Su rol de cuarto poder ya no existe: es una especie de apéndice del poder político o económico. Por eso se posiciona políticamente de manera muy evidente. Y ese posicionamiento llega hasta las secciones no-políticas: el periodismo cultural se convierte en una especie de periodismo político sobre el mundo de la cultura.
Chirbes habla de “la inanidad de los libros en el momento actual, y su uso social meramente vicario. Un escritor es solo su imagen, su utilidad como garrote contra el enemigo, lo que en el fondo habla de las diferencias tan leves que separan a los enemigos entre sí”. Lo importante sobre un autor no es lo que pueda decir sobre su obra, es lo que piense sobre el tema del momento. Y a partir de ese filtrado ideológico, el lector ya puede determinar si le interesa o no su trabajo, que luego no tendrá nada que ver, normalmente, con sus declaraciones. Chirbes habla, por ejemplo, de cómo sus amigos progresistas leían las novelas de Antonio Gala no porque les parecieran literariamente elevadas o interesantes (Chirbes es muy duro con Gala, cuya obra considera“ halagadora de lo peor, falsa belleza para complacencia de marujas y marujones en celo”), sino porque lo consideraban un aliado ideológico, crítico con la OTAN y contra la guerra y los militares.
Pasa esto mucho en la España contemporánea. Hay autores no ideológicos, es decir, cuya obra no es especialmente ideológica o adoctrinadora o con vocación sociológica, que sí se leen ideológicamente porque el autor tiene posiciones políticas muy claras. La ideología funciona aquí, por ejemplo, como funciona la fama en un libro escrito por un presentador de televisión: es un simple señuelo. Ser de una ideología u otra no te hace mejor artista (ni mejor persona) del mismo modo que ser buen presentador de un concurso de la tele no te hace buen autor de novelas históricas.
TOMADO DE: https://letraslibres.com/literatura/todo-lo-que-rodea-a-la-novela/13/09/2023/