La formación de un intelectual

Por Fernando García Ramírez

Los valores de Gabriel Zaid como intelectual son la claridad, la inteligencia, la honestidad y la independencia. Parecen sencillos, pero son los más altos a los que puede aspirar un escritor.

Gabriel Zaid es un escritor de múltiples casacas. Ha escrito poemas, obras dramáticas, reseñas de teatro y de literatura, artículos periodísticos, pero sobre todo ensayos. Ensayos sobre ingeniería editorial, sobre poesía y novela; ensayos de crítica cultural, de tema económico, político, sociológico, demográfico, histórico, filológico y antropológico. Comentaré someramente cómo fue su formación como intelectual.

Gabriel Zaid es hijo del Tecnológico de Monterrey. En dos revistas de este instituto comenzó a publicar sus primeros textos. A los 18 años, en la revista para maestros Trivium publicó un sainete en verso, y al año siguiente, en la revista estudiantil El Borrego, de la que llegaría a ser jefe de Redacción, publicó una serie de implacables reseñas de teatro.

Para graduarse como ingeniero mecánico administrador presentó su tesis sobre la organización en los talleres de impresión. Más tarde viajó a Jordania, la tierra de sus padres; permaneció en Francia nueve meses, donde frecuentó a Emilio Uranga y se reconoció en las páginas de la revista Esprit; se trasladó luego a la Ciudad de México, donde trabajó en la llantera Goodrich Euskadi al mismo tiempo que Juan Rulfo; publicó Seguimiento, su primer libro de poemas, con una carta-prólogo de Octavio Paz, ayudó en la administración de la Revista Mexicana de Literatura y, desde 1967, se convirtió en un colaborador habitual de La Cultura en México, suplemento de la revista Siempre!, dirigida entonces por Fernando Benítez.

A finales de los turbulentos años sesenta solo unos cuantos conocían a Gabriel Zaid. Esos cuantos lo tenían por un poeta culto, creador de poemas de excelente factura, dueño de una enorme cantidad de registros poéticos, que iban de lo teológico a lo erótico, de la contemplación a la ironía, reunidos en dos breves libros: Cuestionario (1964) y Campo nudista (1969). Otros tantos lectores sabían de él por sus ensayos, ligeros y rigurosos, sobre la creatividad, la cibernética y la imaginación, que Zaid compiló en un pequeño volumen titulado La máquina de cantar, publicado en 1967: ensayos en los que aplicaba conceptos de la ingeniería a la poesía. Esta característica –leer con ojos de una disciplina científica las humanidades– sería a lo largo de su vida un sello distintivo de su obra.

Hasta entonces nadie pensaba en Gabriel Zaid como un autor interesado en la política, pero algo –un terremoto social– vino a cambiar eso. Me refiero al movimiento estudiantil de 1968. Un mes antes de que ocurriera la masacre de Tlatelolco, en un ensayo dedicado a examinar cuánto gastaba el gobierno en educación, Zaid mencionó de forma irónica los tanques, las bazucas y la represión que se veía por la ciudad. Nadie sabía lo que se aproximaba: la matanza, el coraje, la vergüenza. Un mes después de la sangrienta noche de Tlatelolco, Zaid publicaría su versión del soneto 66 de Shakespeare, en el que se habla de

La Fe derrochada en sueños de café
Y nuestro Salvajismo alentado como virtud
Y el Diálogo entre la carne y las bayonetas

Para concluir diciendo:

Asqueado de todo esto, preferiría morir
De no ser por tus ojos, María,
Y por la patria que me piden.

Su indignación es evidente, algo profundo había cambiado en Gabriel Zaid, algo profundo había cambiado en México: el despertar de la conciencia cívica.            

Al año siguiente, en 1969, Zaid publicaría un par de textos cargados de significación: la reseña de un libro sobre la Revolución cubana y sus intelectuales, y un ensayo dedicado al examen crítico de un poema de Octavio Paz.

Comentó en primer lugar el libro El intelectual y la sociedad, reunión de textos sobre el obligado apoyo que los escritores debían brindar a la Revolución cubana, coordinado por el poeta salvadoreño Roque Dalton. Zaid en su reseña criticó la idea ahí expuesta de que los escritores debían supeditarse a una lógica superior, la de la Revolución, es decir, a la lógica de los dirigentes revolucionarios, específicamente a la lógica de Fidel Castro que había sentenciado que “dentro de la Revolución, todo, fuera de la Revolución, nada”. Desde ese punto de vista, escribió Zaid, para qué ser un intelectual si “pueden servir mejor a Cuba de soldados, macheteros o conductores de camión”.

En su ensayo sobre el poema de Paz, publicado justo un año después de la represión, Zaid lee con detalle “México: Olimpiada de 1968”, poema que Octavio Paz escribió sobre los sucesos de Tlatelolco. “Los empleados / Municipales lavan la sangre en la Plaza de los sacrificios”. Luego de una lectura rigurosa del poema, escribe Zaid: “he aquí un buen poema comprometido. ¿Por qué hay tan pocos?” Que era una forma de decir: ¿por qué los poetas mexicanos, los escritores mexicanos, no escriben con rigor, imaginación y audacia acerca de lo que está pasando en el país?

1968 vino a cambiarlo todo. Se rompió el consenso entre el Estado posrevolucionario y la sociedad. El llamado “milagro mexicano” en el terreno económico había propiciado el crecimiento de una nueva clase media, más crítica, menos dejada, insatisfecha con el poder autoritario de un gobierno que tuvo que recurrir a las balas para frenar el impulso de una sociedad cada vez más demandante.

En el ámbito propiamente intelectual los sucesos de 1968 provocaron grandes transformaciones. La primera y más importante fue que la sociedad tomó las calles. La clase media emergente le perdió el miedo al poder. No tardaron en aparecer escritores que reflejaron ese nuevo estado de cosas. El 16 de agosto de 1968 Daniel Cosío Villegas iniciaría sus colaboraciones semanales en Excélsior, una conciencia insobornable que comenzó haciendo la crítica del movimiento estudiantil y que poco después se convertiría en una severísima crítica del poder presidencial.

Algunas semanas después, en septiembre, Julio Scherer tomaría las riendas de Excélsior, que fue el único medio que registró lo ocurrido en la Plaza de Tlatelolco. Un mes más tarde, Octavio Paz renunciaría a su puesto como Embajador de México en la India en protesta por la matanza de estudiantes. Los intelectuales comenzaban a negarse a apoyar los crímenes perpetrados desde el poder.

En 1969, en Austin, Texas, Octavio Paz dictaría una conferencia que más tarde se convirtió en el libro titulado Posdata. En él, Paz sostenía que el sistema político mexicano estaba agotado y que había que cambiarlo por medios democráticos. Fue la primera vez que se expresó algo así. Gracias al crecimiento del público lector y la coyuntura política, económica y social, Gabriel Zaid descubrió una nueva realidad, la de que no había que escribir para el poder sino para el público.

El 68 propició un cambio no solo en la esfera política, sino en el ámbito cultural. A partir de entonces, había que hablar a la sociedad, apostar por el público, apostar por los lectores. El eje cambió. No más la relación vertical, autoritaria. Se estaba gestando una nueva relación horizontal entre los escritores y la sociedad.

La transformación que había operado en la conciencia cívica de Gabriel Zaid no solo tenía que ver con el ámbito intelectual, con el escritor que opinaba de asuntos comunes en la plaza pública. También modificó su forma de relacionarse con la poesía.

En 1971, publicó Zaid un libro en extremo singular, una antología de poesía: el Ómnibus de poesía mexicana. Ómnibus, explicó Zaid en la primera página de ese volumen, es el que lleva carruajes de todas clases y hace alto en todas las estaciones. La poesía ya no era sólo un asunto de élites cultas, de público minoritario. La poesía la hacían todos y todos podían leerla. Quizás ello explica el gran éxito que el volumen tuvo entre los lectores. Rompió con todos los esquemas tradicionales. No solo incluyó los grandes poemas de la tradición mexicana, desde el Primero sueño de Sor Juana hasta Muerte sin fin de José Gorostiza, sino que dio cabida en ella a la poesía popular, a los refranes, las adivinanzas, las calaveras, los letreros de camiones y de los que hay en las letrinas; las canciones de Agustín Lara y de Consuelo Velázquez. Incorporó Zaid por vez primera poesía indígena, y no solo prehispánica, sino poesía coral, huichol, lacandona, mixe, mixteca, náhuatl, otomí, yaqui, zapoteca y muchas otras. En México solemos admirar a los indígenas del pasado y menospreciar a los indígenas del presente. En la antología de Zaid están consignados todos los tipos de poesía y está dirigida a todos los tipos de lectores. En pocas palabras, Zaid democratizó la poesía. Trasladó a la literatura lo que estaba ocurriendo en términos políticos y sociales.

Pocos años después, Zaid publicó Cuestionario (1976), libro que reunía todos los poemas que había escrito hasta entonces. El libro iba acompañado de un tarjetón en el que pedía a sus lectores que le indicaran qué orden debían llevar sus poemas, también les pedía que le señalaran cuáles poemas no les habían gustado. Ese tarjetón parecía un juego caprichoso. Era mucho más que eso. Era un paso más en esa democratización de la lectura a la que me he referido. El verdadero autor del libro era el lector, que podía sugerir otro orden en los poemas, desechar textos y proponer cambios. Así como Zaid, en el terreno intelectual, se dirigía a la sociedad y no al poder, en el terreno poético se dirigía a los lectores para que co-asumieran el control de su libro.

El joven poeta y ensayista regiomontano afincado en la ciudad de México había cambiando gradualmente el objeto de su atención. Comenzaba su crítica del poder opresivo del Estado y, en paralelo, iniciaba su reflexión sobre la sociedad como agente del cambio democrático.

Zaid en ese entonces –principios de los años setenta– estaba construyendo su propia figura como intelectual. Intelectual, recordemos la célebre definición del propio Zaid, “es el escritor, artista o científico que opina en cosas de interés público con autoridad moral entre las élites”.

El arribo de Luis Echeverría a la presidencia (uno de los principales responsables de la represión estudiantil) necesariamente obligó a los escritores mexicanos a replantearse la tradicional relación que habían sostenido con el poder; una relación de dependencia y sumisión. José Revueltas estaba preso en Lecumberri, Daniel Cosío Villegas escribía en Excélsior, Octavio Paz había regresado a México.

Un nuevo hecho de sangre sacudió al país: 10 de junio de 1971, la matanza del Jueves de Corpus. Luis Echeverría prometió una investigación “a fondo”, pero en realidad utilizó lo acontecido para deshacerse de personajes incómodos del pasado gobierno incrustados en su administración. Llamó a su régimen “de apertura”.

A finales de 1971, alojada en el diario Excélsior que dirigía Julio Scherer, apareció Plural, la nueva revista de Octavio Paz. La sociedad, en voz de sus intelectuales, manifestaba una extrema inquietud. Era necesario tomar una posición frente al poder represor. Carlos Fuentes, en 1972, declararía que no apoyar a Echeverría en ese contexto “era un crimen histórico”. Gabriel Zaid, colaborador todavía en ese momento de La Cultura en México, envió un texto de una línea a Fernando Benítez, director del suplemento: “El único criminal histórico es Luis Echeverría”. Benítez se negó a publicarlo. Plural acogería desde entonces los artículos de Gabriel Zaid.

Obligado por las circunstancias a explicar su posición, Fuentes publicó un largo ensayo (“Opciones críticas en el verano de nuestro descontento”) en el que razonaba la necesidad de apoyar al presidente. En el número posterior de la revista Plural Gabriel Zaid escribió una carta pública a Fuentes que remataba así: “Si eres amigo de Echeverría, ¿por qué no le ayudas privadamente con el mayor servicio que nadie le puede hacer: convéncelo de que Corpus no es un pelo cualquiera en la sopa de la Apertura, sino la prueba pública de si cree que podamos democratizarnos, o si cree, como don Porfirio, que todavía no estamos preparados”. Echeverría nunca aclaró el crimen. Fuentes ocupó pocos años después el cargo de Embajador en Francia, y Gabriel Zaid seguiría escribiendo, como Octavio Paz y Daniel Cosío Villegas, sus notas críticas sobre el Leviatán mexicano en las páginas de Plural, donde animó su columna “La cinta de Moebius”.

A finales de 1972, Gabriel Zaid, colaborador activo de la más importante revista cultural del país, que se distribuía encartada entre los suscriptores del diario de mayor tiraje en México, se había convertido en un escritor que opinaba de asuntos de interés público y contaba “con autoridad moral entre las élites”. La fuerza de los acontecimientos había activado su conciencia crítica. Era ya, formalmente, un intelectual.

En calidad de tal participó en la mesa redonda que publicó Plural en octubre de 1972, sobre el papel de los escritores y el poder. A la pregunta sobre “la verdadera solución” a la crisis de los intelectuales frente al gobierno, respondió: “Para el régimen, bastaría hacer elecciones limpias”. Zaid fue de los primeros, si no es que el primero, de los intelectuales en proponer la salida de los votos como la única solución posible para el país.

El gobierno de Luis Echeverría, por supuesto, no escuchó el mensaje, “no quiere ni pensar que en el año 2000 haya un gobernador, un presidente, que no sea del PRI”. En ese mismo espacio razonó Zaid la posibilidad de que los intelectuales crearán un nuevo partido político, considerando negativa esa opción. Lo habían hecho antes Manuel Gómez Morin y Vicente Lombardo Toledano, sin mayor fortuna. “Después de su experimento, se diría que Cosío Villegas fue más sabio que ‘los Siete Sabios’ al concentrarse en empresas culturales”. (Se afirma que, un año antes, Gabriel Zaid había aconsejado a Octavio Paz no dedicar sus afanes a la construcción de un partido de centroizquierda sino a la fundación de una revista cultural.) “¿Creemos o no creemos en la importancia de leer y escribir?”.

Zaid ahí mismo, en esa mesa redonda, describió lo que en adelante sería su lugar en el mundo cultural y político: el margen. “La marginalidad del escritor no quiere decir impotencia”, escribió. “La marginalidad literaria es otra cosa: es el non serviam de un poder frente a otro, es el orgullo (y si se quiere, ‘la anulación de si mismos’ resultante) de que el texto opere por su propia eficacia”.

Zaid, como intelectual, señaló su lugar: el margen; y describió su propio poder: el poder del texto mismo: “la verdad de una obra se impone a quien sea capaz de verla: esa es su fuerza y limitación”. Renunciaba de este modo a ejercer su papel de escritor e intelectual frente a los reflectores, daba la espalda a “la sociedad del espectáculo” que había descrito Guy Debord. La verdad de una obra debía imponerse por los razonamientos en ella expuestos.

En unos cuantos años –de 1968 a 1972– Zaid emergió como intelectual, encontró su misión (dotar al público lector de instrumentos para fortalecer a la sociedad de cara al poder), definió su papel y, desde entonces, adoptó la marginalidad como estrategia literaria. Ni entrevistas, ni conferencias, ni apariciones en la televisión, ni redes sociales, ni retratos, ni poses delante de sus libreros. Desde esa marginalidad ha construido una de las obras más consistentes y originales en el mundo intelectual y literario de habla hispana.

¿Cuáles son los valores de Gabriel Zaid como intelectual? La claridad, la inteligencia, la honestidad y la independencia. Parecen valores sencillos, pero, desde mi punto de vista, son los más altos a los que puede aspirar un escritor. ~

Texto leído en el homenaje a Gabriel Zaid organizado por el Tecnológico de Monterrey.

Tomado de Letras Libres

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