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Novelista señero, copartícipe de algunos de los capítulos más emblemáticos del periodismo mexicano durante el último cuarto del siglo pasado, funcionario cultural de referencia, no sería impreciso afirmar que en la dramaturgia de Ignacio Solares (1945-2023) confluyen y se sintetizan algunos de los intereses y pulsiones más representativos del autor y del hombre público. Me refiero particularmente a esa curiosidad investigativa, asentada en los procedimientos de estudio y de ficcionalización de fuentes documentales, la misma que lo llevó a centrarse como narrador en la producción de novelas históricas y en el desmontaje de figuras y mecanismos representativos de la clase política de nuestro país, sobre todo aquella nacida, como Solares, en la región norte del país, y encumbrada en el México posrevolucionario.
Esa tensión entre individuo y poder, entre carácter e Historia, se hace especialmente patente como motor dramático en El jefe máximo (1991), en la que acomete una disección teatral del mito callista. Esta temática encuentra su correlato formal en la puesta en acción de una serie de estrategias y desdoblamientos característicos de la metaficción y la metateatralidad, a través de los cuales se establece una relación de espejos entre el universo del poder político y el de los modos de producción teatral. De esa manera, los actores que encarnan a Plutarco Elías Calles y al Padre Pro, además de caracterizarse a vistas del público al inicio de la ficción dramática, son los histriones de una representación teatral en proceso de ensayos, subordinados a los deseos y directrices de un Director y un Asistente. Este juego formal se complejiza cuando el actor encargado de representar al Padre Pro incorpora a otros personajes históricos como Madero, Zapata y Obregón, con lo que gradualmente se revela que otro de los ejes temáticos principales de la obra es el trazo de un mosaico amplio de las diversas maneras en que estas figuras detentaron el poder.
Solares escribió la mayoría de sus obras teatrales durante la segunda mitad del sexenio de Carlos Salinas y a inicios de la administración de Ernesto Zedillo, con los ecos del levantamiento zapatista y el resquebrajamiento de las estructuras seculares del priismo como telón de fondo. Quizás estas circunstancias hayan impulsado al autor a acometer con más vehemencia su estudio crítico sobre aquellos hombres de Estado que fundaron y cincelaron el rostro de un régimen tan peculiar en la historia de Latinoamérica. El gran elector (1993), que transcurre mayormente en el despacho presidencial, toma de nueva cuenta a Calles como protagonista, aunque no se le nombre explícitamente. Lo contrapone a Madero, polos opuestos de una manera de entender el gobierno, unidos por su interés en el espiritismo, por su necesidad de dar a su existencia un sentido más allá de lo inmediato y por desentrañar aquello que intuyen como trascendencia.
Los juegos metateatrales reaparecen y se encarnan en el personaje del Interrogador que, confundido entre el público en el patio de butacas, ejerce las funciones que su nombre indica, y también del corifeo griego, para lanzar una serie de preguntas que Domínguez, el asistente de un decrépito y enfermizo Jefe Máximo, se encarga de responder, sitiado por la lealtad a su jefe, por sus convicciones políticas y por su despertar a una realidad que ve cómo la vida del prestidigitador del poder se acerca a su ocaso. La dramaturgia retrata –no sin cierto humor cáustico en que se identifican rasgos del género chico de principios del siglo XX y una tendencia antihistoricista e iconoclasta heredera del mejor Ibargüengoitia– el declive de una forma de entender un país.
En Tríptico (1994) se proyecta de manera más radical la empresa de Solares en su consideración de la escena como un páramo fértil para reescribir la historia crítica y mordazmente. A Melgarejo, escritor, le es otorgada la facultad de imaginar tres escenarios hipotéticos vinculados con un par de las prácticas más características del priismo ortodoxo: el dedazo y el destape. Quizá sea en esta serie de tres obras cortas que el humor de Solares alcanza sus cotas más altas de rasgos fársicos, al emplear el enredo como estrategia dramática. De esa manera, en La promesa,un político al que se señaló como el elegido es defenestrado en favor de un rival de partido. En El destape, la confusión entre las siglas de dos candidatos a la nominación presidencial llevan a uno de ellos a intentar una rebelión ante lo que considera una injusticia rampante. En La caída, el presidente López Cardosa, en el último día de su mandato, ve cómo el partido hegemónico pierde la elección.
Finalmente, Los mochos (1996) supone la revisitación de la figura de José de León Toral, magnicida y extremista religioso, que también realizara Ibargüengoitia en El atentado. El escenario imaginado por Solares sitúa a Toral y a Obregón en una catacumba policial, adonde el fanático potosino ha sido trasladado tras fallar en su intento por asesinar al general sonorense. Tras un interrogatorio que más parece una confesión a dos voces, Obregón decide terminar con su vida por propia mano, como convencido de la inutilidad y la futilidad del poder en un país ciclotímico.
Queda pendiente la revisión de su participación como autor, junto a Héctor Bonilla y José Ramón Enríquez, en Tríptico de guerra (2003), respuesta teatral a la invasión de Estados Unidos a Irak. Y quizá también un análisis de la complicidad creativa que supo establecer con artistas como Ignacio Retes, José Ramón Enríquez y Antonio Crestani, fundamentales en la administración de diversas dependencias de la cultura universitaria de finales de los noventa hasta la primera década del siglo. Lo que es indudable es que la dramaturgia de Solares, aun inextensa en relación a su obra narrativa, respira una vitalidad que quizá convendría revalorar a ojos de las transformaciones acaecidas en este país en tiempos recientes. ~
TOMADO DE: https://letraslibres.com/literatura/noe-morales-teatro-ignacio-solares/