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En un golpe de suerte que me proporcionó una alegría que aún me dura, he encontrado hace poco un libro al que ya había echado el ojo hace tiempo. Es el Viaje a España de Karel Čapek, famosamente famoso por haber popularizado en 1920 la palabra robot, que tan inquietante resulta últimamente, con el uso que hoy conocemos, y también como autor de La guerra de las salamandras, novela que igualmente se sigue leyendo con el entusiasmo que merece.
La versión en español, en traducción de Jana Stancel y Clara Janés, la publicó Hiperión en 1989. No ha habido reedición. De segunda mano solo encontré un ejemplar a 340 euros. Por ese precio me podía hacer mi propio viaje. En el catálogo de bibliotecas lo encontré, pero tenía una sanción de varias semanas por haber remoloneado al devolver otro, y aunque me perdonaron la multa a cambio de que sacase otro libro inmediatamente –un procedimiento que me maravilló puesto que el castigo consistía en seguir leyendo y era a la vez regalo, o bien una especie de estratagema de cambiazo entre humanos para engañar al robot del sistema informático, consistente en no pasar ni treinta segundos sin un libro en la mano y negarlo todo–, probé también en un buscador de librerías, porque quería quedármelo.
Pues bueno, lo tenían. Llamé a la librería y me dijeron que justo lo había reservado, hasta el día siguiente, otra persona. Eso me sorprendió tanto como el extraño castigo-premio. ¿Por qué ese preciso libro habría suscitado el interés de dos personas exactamente en la misma semana? ¿A quién estaba pisando los talones? Creí distinguir en la coincidencia una gran pasión por parte de mi contrincante, lo que me hizo temer que me lo acabase levantando. A quince minutos del cierre del día siguiente me presenté en la librería, donde me comunicaron que la otra persona había llamado y que renunciaba al libro, así que me lo vendieron a mí.
El Viaje deČapek es una joya. Estuvo en España entre finales de 1929 y principios de 1930, al final de la dictadura de Primo de Rivera. Para contarlo utiliza un tono no exactamente infantil, pero que creo entenderían muy bien los niños, lleno de cariño o atención hacia aquello de lo que habla pero también hacia quien imagina que lo puede leer, transmite un asombro cultivado, y a través de todo ello él mismo, en su personaje de narrador, se nos aparece con el mismo tono, como algo que forma parte del entorno, un poco ingenuo, un poco raro, digno del mismo interés. Un Buster Keaton paseando por Toledo.
El libro, buenísimo, no sería tan extraordinario sin los dibujos del autor. Todos los capítulos llevan varios. Son esquemáticos, rápidos, perfectamente solidarios con el texto, divertidos, generosos, e invitan a ir de viaje, a fijarse en todo, a dibujar. Aparecen las vistas, borrosas por la velocidad, desde la ventanilla del tren, remedos de frailes de Zurbarán, sevillanas con mantilla, pelotaris, interiores de taberna, patios llenos de macetas, todo hecho de limpias líneas sinuosas y con la expresión, los bostezos, el susto, el cante, conseguida en un par de trazos al vuelo. Quizá los lectores checos de los años treinta acabaran imaginando que España era así.
El libro de Čapek me ha hecho recordar los que de Gómez de la Serna también llevan dibujos, por cómo los autores transmiten su impresión del mundo en dos lenguajes simultáneos, sin dejar que se pisen, y también porque se parecen muchísimo, no solo comparten el aire caricaturesco y simpático sino que en algunos la mano es indistinguible, y también en lo escrito se encuentran concomitancias. Cojo por ejemplo Gollerías y el libro se abre solo por la página que lleva un personaje que siempre me ha hecho reír mucho: el camastrón (“Camastrón, realmente, es un tipo lleno de sorna, que se queda en la cama hasta muy tarde, que lee los periódicos en ella mientras espera hacer lo que le da la gana”), y en el dibujo sale un hombre muy sonriente y satisfecho de cumplir su capricho, con la cabecita calva apoyada en tres almohadas y sepultado debajo de un abanico de periódicos y revistas. Estos dibujos, y los de Čapek, provocan varias intuiciones. Por supuesto, la de que sus autores se lo pasaron muy bien haciéndolos, pero también la de que el dibujo no es una mera ilustración, sino que a veces su ejecución y resultado han podido servir para inspirar la parte verbal: al dibujar se entiende algo del modelo que no habría podido revelarse directamente en palabras. Esto es una suposición, pero diría que Čapek dibujaba del natural y escribía después en su cuarto. En el capítulo dedicado al Alcázar de Sevilla aparece un dibujo a toda página, apaisado, en el que hay de fondo unas arquerías, y en primer término Čapek ha plantado dos figuras con bombachos y babuchas, tumbados en el suelo sobre alfombras, y se ve que están asombrados porque las bocas están resueltas en una especie de medias lunas o picos abiertos. Y escribe “la diferencia entre las construcciones europeas y la arquitectura mudéjar consiste en que lo gótico e incluso lo barroco se construía para un público que estaba de pie o de rodillas, mientras que la arquitectura árabe probablemente se hizo para sibaritas espirituales que, tumbados de espaldas, se deleitaban con aquellas maravillosas arquerías, techumbres, artesonados, y con la infinita ornamentación de arabescos que describía la bóveda de encima de sus cabezas para inducir a una contemplación soñadora e inagotable”.
Al buscar en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional alguna nota contemporánea del viaje por España de Čapek los encuentro juntos; hay un breve en la sección “Literatura extranjera” del periódico Crisol del 4 de abril de 1931 que dice que “el número de marzo del Querschnitt está dedicado en parte a España. Eduard Foertsch publica un artículo muy fino titulado ‘Spanische Kopfe’. Está ilustrado con retratos excelentes de Ortega y Gasset, Valle-Inclán, Sánchez Guerra, Romanones, Cagancho, etc. –Karel Čapek escribe sobre ‘Spanische Revolten’–. Una cosecha de greguerías de Ramón”. ~
TOMADO DE: https://letraslibres.com/revista/dos-escritores-ilustradores/01/09/2023/