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El 4 de septiembre de 1989 comenzaron en Leipzig las primeras manifestaciones masivas en contra del régimen comunista que sustentaba a la República Democrática Alemana. Pese a las escasas noticias de los medios oficiales, las demostraciones públicas se contagiaron a otras ciudades de la Alemania Oriental, culminando el 4 de noviembre con una manifestación en la Alexander Platz de Berlín de un millón de personas.
Con el fin de terminar con estas manifestaciones y la pésima imagen que ofrecían en el extranjero, el 9 de noviembre se aprobó una nueva regulación que permitiría el tránsito entre Berlín Este y Berlín Oeste mediante unos pases de visita. Esa misma noche, Günter Schabowski, miembro del Politburó comunista, convocó una rueda de prensa televisada en directo para dar cuenta de dicha normativa (que aún no estaba en vigor ni había sido desarrollada al detalle). Una pregunta indiscreta de un periodista (¿Cuándo entrará en vigor esa medida?) sorprendió a Schabowski, poco acostumbrado a que se le interrogara tan abiertamente y tan fuera de guión. Dudoso, tembloroso, buscó en sus papeles y finalmente de su boca salieron las palabras que adelantarían la inevitable caída del Muro: En cuanto lo diga, … inmediatamente.
Una riada de alemanes orientales se lanzó a cruzar la frontera y pasar al paraíso occidental representado por los grandes almacenes del Berlín Occidental que lograron sus mejores ventas aquella noche; permanecieron abiertos hasta el amanecer. Los guardas de fronteras se vieron desbordados por la situación, sin recibir órdenes de sus superiores, no tuvieron otra alternativa que franquear el paso a miles de berlineses. De esta manera se ponía fin a un largo paréntesis en el que Alemania había vivido separada dando inicio a un proceso que culminaría en la reunificación bajo un mismo Estado.
Años después de la unificación, una australiana -Anna Funder- trabaja para un canal de televisión alemán que emite para el extranjero. Una de sus tareas consiste en responder las cartas que se reciben de televidentes interesados en cierto programa, datos de un documental, etc. De alguna de esas cartas, recoge la impresión de que el esfuerzo que ha supuesto la reunificación ha tenido su particular precio: el afán por superar (o negar directamente) las diferencias entre los actuales alemanes del Este con los del Oeste y obviar cualquier revisión del pasado. A diferencia del proceso de desnazificación que tuvo lugar al final de la II Guerra Mundial (en particular en la RDA), la vida bajo la Alemania Oriental, los signos de resistencia y subversión, parecen ocultos y vergonzantes ante el desinterés general. Sus propuestas para realizar un programa especial sobre este asunto son rechazadas por la dirección de la cadena lo que la lleva a investigar personalmente. El resultado de esta tarea es Stasiland (aproximadamente, El país de la Stasi, la policía secreta alemana).
Stasiland nace, por tanto, como un libro de investigación que recoge testimonios de quienes vivieron bajo la RDA, lucharon contra ella o, sin oponerse especialmente a lo que representaba, sufrieron las consecuencias de vivir en uno de los regímenes más obsesionados por la amenaza que representaban sus propios ciudadanos (una ironía en un Estado autodenominado República Democrática; hecho que no pasó inadvertido en las manifestaciones de 1989 en las que los asistentes gritaban “nosotros somos el Pueblo”). Noventa y siete mil empleados directos y ciento setenta y tres mil informantes periódicos (ciudadanos con sus propios trabajos, sus familias, que una vez a la semana, acudían a un despacho para contar a un miembro de la Stasi las novedades de sus vecinos, conocidos e incluso familiares) constituyen la mayor proporción de informante por habitante de la Historia.
Pero Stasiland es mucho más que una colección de testimonios, es pura Literatura, si bien, no oculto que el tema me atrae y puede condicionar mi objetividad. Anna Funder es la protagonista indiscutible de su propio libro. Nos cuenta cómo contacta con los entrevistados, cómo se implica con ellos, su interés sincero por conocer las secuelas psicológicas que muchos padecen; también su temor cuando se entrevista con antiguos miembros de la Stasi.
Rompiendo definitivamente las fronteras entre un investigador y sus fuentes, conocemos sus sentimientos, la opresión que en ocasiones se le contagia de las historias que escucha, su necesidad de escapar, desconectar, su afán por comprender el significado que para algunos tiene la palabra perdón, la palabra olvido. Y el lector sigue sus peripecias sabiendo que, a partir de un punto, el inicial objetivo de rendir testimonio ha pasado a un segundo plano, que la búsqueda de Anna se convierte en una obsesión personal.
Y es que los testimonios no resultan fríos, notariales. Incluso los de quienes colaboraron con los servicios de seguridad de la RDA, los de quienes añoran aquel mundo y creen que se avecina el tiempo de un nuevo cambio, del definitivo retorno a la sociedad sin clases tras esta breve y decepcionante aventura capitalista, tienen el calor y la viveza de auténticos personajes literarios. Anna Funder logra dar una hondura literaria a personajes como Miriam, encarcelada siendo aún adolescente por una travesura juvenil y marcada para el resto de su vida por ese hecho y por la extraña muerte de su pareja. O la de Julia, su casera, que pasa de ser una mujer extraña y algo trastornada que no tiene historia que contar, hasta que ésta es desvelada sutilmente y explica tantas cosas.
Anna visita la sede de la Stasi, los aposentos de Mielke, los ficheros con detalles absurdos de ciudadanos anónimos y toda la extraña parafernalia de audífonos, jarras de olor o las salas de interrogatorio. Pero también visita a las «mujeres del puzzle» un grupo de personas (fundamentalmente mujeres) empleados con el fin de reconstruir los miles y miles de pedacitos de papel de los archivos que los miembros de la Stasi rompieron las vísperas de la caída de la RDA y que no tuvieron tiempo de quemar.
En la mano de esas personas, de su laborioso y paciente trabajo, está el reconstruir la paranoia de unos gobernantes que temían a su pueblo. En ellos confía Miriam para conocer la verdad sobre la muerte de Charlie y en ellos confían miles de ciudadanos del Este que desean conocer cómo eran controlados, cómo el Estado conocía sus infidelidades antes que sus mujeres, la radio que escuchaban, los libros que leían o los insultos a los responsables del Partido que se pronunciaban en voz baja, en el comedor de la casa de unos a quienes llamaban amigos.
Es a través de las propias vivencias de Anna como vamos acercándonos realmente al sentimiento de estas personas. Sentimos el frío y humedad de su piso sin calefacción en las afueras de Berlín con las intempestivas visitas de Julia, el miedo que siente al citarse con un antiguo agente secreto que colabora con una asociación que persigue la contrapublicidad frente a las mentiras que el capitalismo difunde de lo que fue la RDA. Sentimos su angustia y dolor cuando no logra despedirse de Miriam, sin duda el personaje que más impacta a Anna.
Historias de madres separadas de sus hijos, de un individuo (el que pintó para Honecker la línea blanca sobre la que se construyó el Muro y que ahora vive obsesionado por su espíritu) conviven con las de antiguos miembros de la Stasi reconvertidos a consultores de empresas de seguridad privada o con paseos por las afueras de Postdam identificando los puestos de salida de los bunkers secretos de la Stasi junto a uno de sus antiguos vigilantes.
También conocemos, a través de un amigo de Anna, antiguo miembro de uno de los grupos más famosos de la RDA, obligado a disolverse por el régimen (ahora han vuelto a reeditarse sus discos), el desolador mundo cultural que pretendían imponer los gobernantes comunistas. Asistimos asombrados al intento de crear un baile (el Lipsi) que compitiera con el twist, baile occidental que amenazaba con corromper las virtudes alemanas recuperando antiguos movimientos de baile tradicional mezclado con un poco de atrevimiento.
El tratamiento que Anna Funder hace de todo ello es, ya se ha puesto de manifiesto, claramente literario, por lo que se pierde parte del realismo, del horror que aquella época supuso, pero se gana en la intensidad de lo descrito, en lo emocional de las historias narradas y, por emocional, no me refiero a que se busquen los aspectos más hirientes, sino a que se crea un claro vínculo entre la narración y el lector.
Stasiland ha ganado varios premios (el Samuel Johnson de la BBC en 2004, mejor libro de no-ficción según el Guardian en 2003, …), pero el mejor de todos ellos es el recuerdo que dejan sus páginas. No he podido localizar traducción al español, probablemente porque no resulta un tema de interés en nuestro país, aquejado de diferentes (pero similares) problemas de ajuste con su pasado. Por ello, el esfuerzo de Anna Funder tiene un especial calado en quienes podemos identificar situaciones similares algo más próximas y que no han merecido un tratamiento similar sino más bien el propio del panfleto.