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Por Iván Rodrigo Mendizábal
Leonardo Wild enriquece nuevamente a la ciencia ficción ecuatoriana. Este dinámico escritor ya nos había envuelto antes en sus tramas con Yo artificial (2012) al igual que con Orquídea negra o el factor de vida (1999). Y digo que nos envuelve en tramas, porque además de la ciencia ficción o el policial (El caso de los muertos de risa, 2001), es un cultor del thriller, género que le ha permitido escribir, además de guiones de cine, su novela prospectiva Cotopaxi, alerta roja (2006). Su nueva obra, El robot del bicentenario (2023), demuestra que es capaz de llevarnos de principio a fin a una historia con visos contemporáneos.
El robot del bicentenario es una especie de guiño al cuento de Isaac Asimov, «El hombre bicentenario» (1976), pero hay que decir que se desarrolla considerando otras líneas. Desde ya la mención de la voz «robot» nos hace pensar en un ser mecánico o en uno de carácter positrónico, al modo de Asimov, es decir, uno que por algún dispositivo permitiría discernir y sentir a dichas máquinas. Por otro lado, sabemos, desde la obra de teatro R.U.R., Robots Universarles Rossum (1920), de Karel Čapek, obra donde se acuña la palabra robot, que este vendría a ser una especie de aparato autómata, en definitiva, un «esclavo» al servicio de la producción. Tanto Čapek y Asimov, independientemente de las épocas que escribieron sus obras, reflexionaban el trabajo obrero que, en el capitalismo, en efecto, había reemplazado al esclavo gracias a un comprometimiento con el salario. Asimov, con el tiempo, tampoco había renegado a la condición de mantener obreros funcionales al sistema en sus ficciones, pero abrió la posibilidad de los afectos, de la capacidad de que aquellos pudiesen también gozar de vida plena, tal como se esboza en «El hombre bicentenario».
Wild alude al robot contemporáneo, pero de forma irónica. Distinto a Čapek y Asimov, su personaje en esencia es un ser humano, sí diseñado, no deseado por su condición de género, sí maltrecho en la medida que carga sobre sí una serie de defectos de diseño genético, sí lleno de prótesis y dispositivos incluso militares que le podrían poner en el plano similar de un «robocop» (como se da en la película Robocop (1987) de Paul Verhoeven). La diferencia con este último, sin embargo, sería que el hombre rearmado con prótesis en El robot del bicentenario no es un muerto, al cual se le habría revivido el cerebro, sino un ser que con cerebro, sentimientos, alma misma, además de su voluntad de vivir, pese a todas las contrariedades que sufre, es producto de un proyecto de vida que parte de su propio padre adoptivo, un científico, y curiosamente de sus rescatadores en un futuro lejano, cuando es hallado en una cápsula en el espacio exterior.
Un tema fundamental de El robot del bicentenario entonces es la vida futura, pero también, por qué no decirlo, la presente.
Cuando las certezas han empezado a ponerse en duda, cuando prevalece la desfuturización, es decir, cuando la esperanza por algún proyecto nuevo y esperanzador ya no tiene esencia en el contexto actual, o cuando el ser humano en lugar de construir un hábitat favorable a la vida, ha llevado a que la vida se haya vuelto en algo efímero, sin valor, y más bien como objeto sujeto a la experimentación, El robot del bicentenario parece alzarse como un espejo de la realidad: ¿qué tipo de ser humano es el que vive ahora y habitará la Tierra (y los planetas) en un futuro sea este próximo o lejano?
Quizá el término para lo que describe Wild como ser humano es «ciborg». ¿Vendría bien el título de El ciborg del bicentenario? Creo que no, y las razones se explican a continuación. En este contexto, cabe decir que la voz ciborg define a lo que es hoy el ser humano. Donna Haraway en su «Manifiesto para cyborgs: ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX» (1984) ya lo había advertido: los actuales seres humanos no tienen que ver con el antiguo homo sapiens; son ahora el resultado de la fusión entre lo orgánico y la materia no orgánica, en definitiva, seres humanos-seres maquínicos, gracias a las prótesis, a los aditivos que han ido reemplazando en cierta medida partes, órganos, incluso medios para sentir. Incluso la humanidad actual casi está en la vía de ser diseñada y suplementada por los avances biomédicos conocidos y los que se siguen investigando. Haraway, de este modo, ha dicho que el ciborg es la nueva ontología, es la misma política de nuestras sociedades por la que el capitalismo sigue reproduciéndose, donde el ser humano mitad máquina y mitad sensibilidad, es a la vez perversidad y familiaridad, que se deshace sin problema de la idea de los padres y de la paternidad porque se pretende autosuficiente.
El personaje de El robot del bicentenario tiene algo de ciborg, pero también en la medida en que, como dice Haraway, también vendría a ser un hijo ilegítimo del militarismo, y peor, en el futuro en el que nos encaminamos, de las corporaciones que hoy por hoy sobrepasan incluso a los poderes estatales, borrando cualquier deseo de futuro, por otro definido por la ganancia monetaria y por la indeterminación de la vida. Wild trata de ver en él la dimensión afectiva, último rasgo de lo humano, pero poco a poco nos hace caer en cuenta que va quedando solo en medio de otra humanidad materialista, transhumanista. En términos de Haraway, el futuro humano no tendría ya ni la vergüenza del mito edípico, tampoco de los mitos fundadores.
Wild muestra que su personaje quiere apartarse de ese telos. Y de pronto percibimos que su personaje va por la vía trágica. Si se auto-recluye, si se auto-rediseña, si se trata de mimetizar en una otredad ajena, a la final nos persuade que hay una sobredeterminación superior que, en efecto, rompería contra toda pretensión de autosuficiencia. De acuerdo con ello, la novela está en el horizonte del poshumanismo: a diferencia del robot individualizado por el capitalismo, el poshumano, construido por partes, dada su dimensión afectiva que es lo más singular de su ser, es capaz de poder ser en otro, es decir, abre su cuerpo y su mente a las identidades otras, incluso no humanas, con las que es posible establecer una nueva convivencia, pero, sí esta vez lejos de la Tierra, de los territorios humano-maquínicos. El problema, empero, es realmente encontrar la resquebrajadura en ese mundo, en ese universo hiperpoblado por lo que aún resiste a la poshumanidad: integrar al no humano con lo humano… vivir en lo mutante.