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El hogar se había vuelto a inundar con el espíritu navideño, el olor a pan dulce y turrones impregnaba el ambiente y los colores chispeaban por doquier. La madre se había encargado de que ese año la casa estuviera reluciente para la celebración. Había limpiado con esmero hasta el último rincón del hogar, de manera que no quedasen restos de polvo o suciedad.
Sin embargo, en su afán de limpieza había roto unas minúsculas telarañas que hacía años formaban parte del salón y daban refugio a unas pequeñas arañitas que disfrutaban en especial de aquellas fechas. Al ser despojadas de su hogar, las arañitas no tuvieron más remedio que huir desoladas hacia un rincón oscuro en el ático.
A medida que se acercaba la Navidad, el sentimiento festivo se apoderaba aún más de aquel hogar, y una tarde toda la familia se dispuso a decorar un inmenso árbol. La madre, el padre y los dos hijos colocaron los adornos navideños y luego se fueron a dormir.
Mientras tanto, las arañitas lloraban desconsoladamente porque se iban a perder la mañana de Navidad, cuando los niños abrían sus regalos. Cuando parecían haber perdido toda la esperanza, a una de las arañas más viejas y sabias se le ocurrió que quizá podían ver la escena escondidas en un pequeño orificio del salón que solo ella conocía.
Todas estuvieron de acuerdo y de manera silenciosa salieron de su escondite para llegar hasta la pequeña grieta del salón. Antes de llegar fueron sorprendidas por un gran estruendo y corrieron hacia el árbol navideño buscando refugio para que no las descubrieran.
Era Santa Claus que intentaba entrar por la chimenea. Al acercarse al árbol para dejar los regalos, le resultó simpático ver aquellas pequeñas arañitas repartidas por cada rama, detrás de las decoraciones más bonitas. Entonces, decidió usar su magia y convertir a las arañas en las largas cadenas luminosas, que hoy conocemos como guirnaldas.