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En el instituto, un profesor nos aconsejaba escoger estudios de Filosofía, Historia o Políticas porque, al ser tan grande la especialización de nuestra sociedad, cada vez serían más necesarios y demandados aquellos profesionales capaces de actuar como nexos de unión del resto de conocimientos. Otra profesora nos daba ánimos en los duros tiempos del desempleo juvenil de los años ochenta y primeros noventa, afirmando que la ventaja que teníamos era que, dado que acabaríamos en el paro estudiáramos lo que estudiáramos, teníamos la suerte de poder elegir, al menos, la carrera que más nos gustase.
Como buenos estudiantes, olvidamos pronto estas palabras (y tantas otras) y sólo las he recordado viendo en internet varias conferencias de Ken Robinson. De algún modo, aquellos profesores ponían de manifiesto dos ideas centrales en la teoría de este autor.
Por un lado, estudiamos para las necesidades del presente, pero el mundo cambia tan rápidamente que mañana estos conocimientos no servirán de mucho o actuarán como rémora. Realmente no sabemos qué tipo de conocimiento es necesario trasladar a los alumnos para prepararles para el mundo que les espera cuando salgan de las aulas. Por otro lado, elegimos estudios que creemos que serán más útiles para nuestra vida profesional, aquellos con mayores expectativas de colocación, pero no solemos tener en cuenta si realmente deseamos dedicarnos a ellos profesionalmente o si nuestras aptitudes y talentos apuntan a otra dirección.
Para Ken Robinson, la educación pública actual sigue los mismos esquemas que en el momento de su creación, allá por los años en que se consolidaba la Revolución Industrial. La instrucción pública nació con el fin de formar obreros y técnicos capaces de enfrentarse a la nueva realidad industrial para la que los rígidos moldes de la capacitación gremial no ofrecían respuestas eficaces. En ese momento se organiza la educación con una jerarquía de disciplinas que perdura hasta hoy en día: Matemáticas (y otras asignaturas técnicas) en la cúspide, seguidas de Lengua (e Historia y Filosofía). Con el tiempo, a la educación pública se le han dado numerosas responsabilidades adicionales (tal vez demasiadas: primeros auxilios, educación sexual, vial, cívica, …) que en nada han alterado la anterior jerarquía.
Pero los tiempos han cambiado. La velocidad a la que se transforma la sociedad hace que lo que hoy se enseña a nuestros hijos haya quedado desfasado antes de que comiencen su vida profesional. No sabemos qué debemos fomentar en la formación, ¿las matemáticas, la informática, la filosofía? ¿Cuál será el conocimiento realmente útil para ayudarles a enfrentarse a ese futuro inaprensible? No lo sabemos, ésa es la verdad. Por eso, éste es el momento en el que la escuela debe preservar cada uno de los talentos de los niños que le son confiados y que no serán necesariamente matemáticos o lingüísticos. Cada niño está lleno de talentos para las cosas más diversas, para imaginar, para soñar, para bailar, moverse, cantar, dibujar, inventar soluciones tan simples y hermosas a problemas en apariencia irresolubles que hacen sonrojar a sus padres. La escuela ha logrado hasta la fecha obviar estos talentos para tratar de hacerlos pasar por un molde uniforme que simplifique la formación y la evaluación; pero el reto actual consiste en mimar esos talentos, reconducirlos y potenciarlos, mostrar en qué pueden ser útiles y abrirles vías. Así es la escuela soñada, así es la escuela que propone Ken Robinson.
II
Ken Robinson ha prestado especial atención al papel de la creatividad y, en particular, al modo en el que las escuelas acaban con ella. Los niños son tremendamente imaginativos y nada parece obstáculo para ellos pero, pocos años después, su espontaneidad parece haber desaparecido. La convencionalidad y el seguidismo se convierten en las pautas más seguras para la travesía de la época escolar.
Sin embargo, en aquellos casos en los que la escuela ha cumplido con su papel, o cuando el alumno ha sabido resistirse al pensamiento lineal, los resultados son espectaculares. La creatividad se adueña de la vida de estas personas (no pensemos necesariamente en artistas famosos, también en bomberos que adoren su trabajo o contables enamorados de sus balances) llevándoles a un estado de especial conciliación entre sus aspiraciones personales y profesionales.
En sus viajes por todo el mundo, Ken Robinson ha ido conociendo muchos ejemplos de este tipo de personas y ha entrevistado a muchas de ellas para poder elaborar su teoría sobre la creatividad y su poder transformador, teoría que centra sobre la idea del “elemento”.
Ken Robinson define ese elemento como el punto de encuentro entre las aptitudes naturales y las inclinaciones personales. Cada persona está dotada para determinadas actividades y tareas; descubrirlas es vital. Pero sólo generan un torrente de energía cuando se combinan con una inclinación personal. Kafka era un empleado meticuloso, responsable y apreciado por sus superiores. Sin embargo, para él, su empleo no era más que una esclavitud, una prueba de su falta de decisión a la hora de dedicarse a lo que consideraba su verdadera vocación, la Literatura. Su habilidad para el mundo del Derecho le era indiferente dado que su inclinación personal era la Literatura.
Cuando uno descubre su elemento, el nivel de satisfacción se eleva notablemente hasta el punto de asumir las partes menos agradables asociadas al mismo. Los bailarines profesionales son capaces de ensayar sus pasos interminablemente durante días exactamente iguales al anterior, hasta lograr la perfección absoluta. Estas sesiones agotadoras no restan un ápice a la pasión que sienten por el baile y precisamente esa pasión es la que les lleva a soportar un esfuerzo que a otros nos parecería inhumano.
Pero, ¿cómo surge la creatividad? Ken Robinson cree que todos nacemos creativos pero que con el tiempo vamos dejando de serlo, empezamos a tener miedo al fracaso, a la opinión de otros y, en definitiva, nos acomodamos al modo de pensar de la mayoría, más cómodo, menos arriesgado.
Es evidente que el punto de partida debe ser pensar diferente al resto, ver lo que el resto no ve, sin dar nada por supuesto. En nuestro país tenemos varios ejemplos de creadores que lograron el éxito con algo tan básico como añadir un palito a un caramelo (chupa chups) o a un trapo (fregona). Nadie antes había pensado en ello y pocos entendemos cómo se tardó tanto en hacerlo, pero tuvieron que ser ellos quienes lo hicieron.
Sin embargo, enfrentarse al modo de pensar vigente no siempre es sencillo. En muchas ocasiones requiere romper con todo, abandonar el entorno que nos aprisiona y buscar a nuestros iguales. Bob Dylan no tenía mucho que ver con sus compañeros de colegio de Minnesota; sólo cuando decidió viajar a Nueva York y se instaló en el Greenwich Village descubrió un mundo al que quería pertenecer, una estética, un lenguaje y una actitud que le permitieron impulsar una carrera que cambiaría el concepto que el público tenía de la música hasta la fecha.
La creatividad es algo muy parecido al juego del “¿y por qué no?”. Cuando en 1965 los Beatles trataban de elegir la fotografía para la portada de su próximo disco, la cartulina sobre la que el fotógrafo Bob Freeman proyectaba las imágenes cayó hacia atrás mostrando una imagen distorsionada, los cuatro beatles saltaron al instante, ésa era la portada que querían y aquella fue la fotografía elegida, una de las más famosas de la historia de la música.
Sigamos con la música. En 1966, The Who ya era un grupo famoso con varios discos en los primeros puestos de las listas de éxitos. Pese a ello, se encontraron con la negativa de su productor a incluir como acompañamiento en uno de sus nuevos temas, una sección de cuerda durante un breve pasaje. Hoy se habría solucionado recurriendo al sonido de un sintetizador que imitase las cuerdas. Los Who, faltos de este recurso, idearon una solución ingeniosa a la vez que mordaz y que avergonzara a su productor cada vez que oyera el tema: sustituyeron las cuerdas por coros en los que cantaban “cello, cello, cello!” (minuto 06:59)
Pero la creatividad no es un regalo innato. Según Pablo Picasso, la inspiración existe, pero debe encontrarte trabajando. Por tanto, ser creativo es un proceso que se debe aprender a desarrollar y en el que hay que emplearse a fondo para sortear las numerosas trabas que nos encontraremos.
El miedo al fracaso puede ser el mayor peligro para la creatividad. Sólo una gran confianza en uno mismo permite superar los obstáculos. Paul McCartney fue rechazado en el coro de la catedral de Liverpool por no tener buena voz. Tampoco su profesor de música en el instituto detectó ningún tipo de talento musical en él. Años después, ya con los Beatles, vio cómo varias compañías se negaban a contratarles y sólo finalmente lograron un contrato con el sello Parlophone, especializado en discos cómicos. ¡Un comienzo desalenador! Nada de eso les frenó ni minó su confianza. Cuando se encontraban cercanos al desánimo, Lennon les decía, «¿A dónde vamos, chicos? Arriba del todo, Johnny. ¿y dónde está eso? ¡En lo más alto de lo más alto!«
Todos tenemos talentos innatos. El problema es que no siempre sabemos que los tenemos, no confiamos suficiente en los mismos o carecemos del tesón para saber desarrollarlos. En la experiencia de muchos de los entrevistados por Ken Robinson, la figura de un mentor es clave a la hora de detectar el potencial y saber encauzarlo. El mentor es una persona que se siente como próxima y que actúa como inspiradora y orientadora aunque no debe existir necesariamente contacto (de hecho, muchos mentores –empleando el término en el sentido en que lo hace Ken Robinson- no saben que lo son). Con mayor propiedad podríamos hablar de inspiradores.
Lo deseable es que fueran los profesores quienes alentaran esos pequeños brotes de originalidad, pero lo cierto es que en muchos casos la escuela no está preparada para este desafío, pesan más los programas y los requerimientos curriculares. Por eso la figura de un mentor juega un papel vital. El propio Ken Robinson narra su experiencia personal. Educado en una escuela para niños con diversas discapacidades (la poliomielitis acabó prácticamente con la movilidad de una de sus piernas), fue apadrinado por un inspector del ministerio de Educación que, por alguna extraña razón, supo ver en él algo que le diferenciaba del resto de sus compañeros de clase, una especial aptitud para la docencia tal vez, que le llevó a sacarle de dicha escuela y seguir apoyándole hasta que logró su titulación como profesor.
Este libro no es un manual de autoayuda, ni una guía para ser más creativo. No ofrece recetas de sencilla aplicación, ni nos hace sentir mejor. Tan sólo (y no es poco) pone el acento en que los caminos para alcanzar nuestra satisfacción personal no deben ser trazados a priori, obviando nuestras capacidades reales. En que nuestros hijos deberían tener la oportunidad de no repetir los errores de sus padres y en que, tal vez, lo que necesiten para el futuro no sea un título o unos conocimientos iguales que los de sus bisabuelos. No queremos que se conviertan en Dylan o en Paul Auster, bastaría que fueran felices con lo que hacen. Que la realidad no se cierra a nada y así debemos ser nosotros.