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Tenemos la imagen congelada de los grandes villanos de la Humanidad en sus momentos de apogeo, pero olvidamos con demasiada frecuencia que también ellos fueron niños, gozaron de la atención de sus padres y fueron destinatarios de hermosas expectativas. O tal vez no lo olvidamos, simplemente nos resistimos a pensar en ello, no admitimos que nada pueda enturbiar el legítimo odio y repugnancia que por ellos sentimos.
Sí, tal vez prefiramos ver como una vida completa la del asesino en serie o la del tirano, no admitir quiebras en nuestro juicio que provengan de una infancia que justifique lo que vendrá. O quizá la imagen de un tierno infante se nos cuele y nos haga preguntarnos por el punto concreto en el curso de la vida en el que todo se torció, como un punto sin retorno en el que poder marcar la línea divisoria entre lo admisible lo repugnante.
Por ello, es admirable la intención de Norman Mailer de novelar sobre los primeros años de uno de los perores monstruos de la Historia, Adolf Hitler. En su última novela, El castillo en el bosque (Anagrama), Mailer trata de reconstruir esos primeros años de los que apenas nada conoce el público no especializado para lo que ha trabajado con una amplia bibliografía que se recoge al final del libro, como si se tratase no de una novela y no de un ensayo.
Si este planteamiento nos parece de por si inquietante, más aún lo es el hecho de que la voz narradora sea la de un demonio menor que ha recibido el encargo del Maestro -Satán- de hacer un especial seguimiento de esta vida que comienza bajo prometedores signos.
Y es que, según la narración, Hitler es el resultado de un doble incesto. De un lado, su abuelo Johann Nepomuk, engendró al padre de Hitler -Alois- de su propia hermana, Maria Anna. Posteriormente, Alois, se casó en terceras nupcias con Klara, su hija, fruto de una noche con Johanna, hermana a su vez de Alois. Adolf Hitler nacería de este matrimonio. Hitler es, por tanto, fruto de un incesto, igual que lo son sus dos progenitores.
Según la teoría diablesca, de los hijos incestuosos cabe esperar una cantidad de taras que comprometan su viabilidad, pero en aquellos casos en los que el bebé sale adelante con cierta normalidad se pueden esperar de él los más grandes logros.
Y por eso, a modo de ángel de la guarda del Mal, el narrador va desgranando la vida de la familia Hitler demorándose en determinados acontecimientos que forjaron su evolución.
El padre hará una brillante carrera como funcionario del Servicio de Aduanadas de la monarquía austriaca en el que llegará al grado más alto reservado para personas de sus escasos estudios y condición. Su genio autoritario marcará el carácter del joven Adolf que se refugiará en las faldas de su madre quien le prestará todo su apoyo y cariño agobiada por el deseo de conservar su descendencia masculina (de la que Adolf es su última esperanza).
Pero todo cambia cuando nace Edmund, otro varón que poco a poco irá desplazando a Adolf del lugar que su madre le tenía reservado y que incluso llegará a contar con la aprobación del padre, ya jubilado.
En estos años infantiles, la labor del narrador será la de preparar una mezcla de sentimiento de culpa, deseos de venganza, aspiraciones irracionales a un futuro glorioso, rechazo del sexo y otras muchas características que, sin embargo, por sí solas no explican nada de lo que estaba por venir. Una desesperada necesidad de cariño y su reverso de la moneda, los celos y el rechazo a cualquier forma de deslealtad (siempre y cuando provenga de otros, por supuesto) asientan progresivamente una tendencia a manipular los hechos para hacerlos coincidir con los deseos más íntimos. La verdad se convierte en algo tan relativo que puede quedar supeditada a un fin, en beneficio propio.
Pero Mailer no se deja atrapar por este apetecible material, todo lo contrario. En aquellos casos en los que el lector podría encontrar el origen de algunos hechos futuros (como los hornos crematorios), lo desmiente explícitamente. La verdadera semilla del mal va germinando a través de pequeños sueños e imágenes, muchas de ellas apenas impactantes, pero sí lo bastante eficaces para ir creando un caldo de cultivo sobre el que dejar germinar la semilla.
Dado que la narración está realizada por el propio demonio encargado de guiar los pasos del joven Adi, gran parte del discurso se centra en justificar las artes de estos, contrapuestos a los ángeles (o “cachiporras” según los denomina). El modo en que pueden influir en sus clientes, la manera de sacar partido de situaciones adversas o de inmiscuirse en las labores de los cachiporras pasan a formar parte de la esencia de la novela que, realmente, trata sobre el Mal y su brillante porvenir dado que estos maléficos mensajeros han logrado captar a numerosos clientes y, lo que es más importante aún, sembrar la idea en un gran número de personas de que ni ellos ni Dios existen, lo que favorece sus planes dejándoles un mayor campo de acción.
Pero el narrador no pasa por un buen momento y por ello ha decidido revelarse y poner por escrito su implicación en esta fase de la vida de Hitler (más adelante fue sustituido por el propio Maestro quien se encargó de tutelar el resto de su macabra vida). Por ello teme una inevitable represalia y se plantea incluso cambiarse de bando. En un irónico guiño kafkiano, el narrador incluso se plantea si el Maestro no pudiera ser otra cosa que un diablo de alto rango pero no el verdadero origen del Mal.
Norman Mailer ha dirigido su mirada en varias ocasiones hacia paisajes siniestros (La canción del verdugo o Oswald. Un misterio americano) pero realmente en ninguna de estas obras ha logrado como en El castillo en el bosque generar esa incómoda inquietud que acompaña al lector desde la primera a la última página.
Su prosa metódica, apunta directamente a los hechos adornando tan sólo los elementos necesarios para dotarlos de verosimilitud literaria, dirigiendo el texto con férrea voluntad sabiendo dosificar los diversos elementos que componen la novela. Es mérito de Jaime Zulaika el haber sabido imprimir el ritmo adecuado a la versión en castellano y haber conservado cierta austeridad en la novela que, en ocasiones, la asemeja a una investigación periodística.
Llegados a este punto, debemos preguntarnos como en toda ocasión, las razones por las que merece la pena leer esta novela. A muchos el tema les alejará inevitablemente de la misma, pero no debe sernos indiferente el análisis del origen de monstruos como Hitler. La sabiduría que Mailer nos regala en El castillo en el bosque (título que por alguna razón me resulta igualmente angustioso) es que nada hay determinado en la vida de una persona que pueda empujarla a cometer las mayores atrocidades. Tal vez las condiciones del joven Adolf no fueron muy diferentes a las de cientos de jóvenes de aquella época, pero Hitler sólo hubo uno. Las peleas entre demonios y cachiporras pueden ser una irónica metáfora de nuestra diaria lucha interior, pero no por ello dejamos de ser responsables de nuestros actos. Tan solo nuestra voluntad determina de qué lado queremos inclinar la balanza de nuestros actos.