Natalicio de Adalberto Ortiz Quiñonez

Hoy se cumplió en la Casa de la Cultura, Núcleo de Esmeraldas, vía zoom, el homenaje en conmemoración de los 110 años del nacimiento del escritor ADALBERTO ORTIZ QUIÑONEZ

Entiendo que más que un homenaje, este un acto de desagravio para un hombre que, aunque ya no está físicamente entre nosotros, es considerado a nivel internacional como uno de los escritores imprescindibles de la literatura hispanoamericana, en buena parte gracias a su obra icónica, la novela Juyungo. No voy a juzgar eso que resulta por desgracia tan nuestro, esto es, el nivel de maledicencia, ese prurito de inventar chismes, con supuestas evidencias, para más tarde echar correr el rumor venenoso a los cuatro vientos. Por el contrario, me voy a centrar en dos aspectos de la obra de Adalberto Ortiz: su poesía y su obra cumbre, Juyungo.

Desde que yo era niño, le escuché a mi padre Edgar García Pérez y a algunos de sus amigos, entre los que se contaban Nelson Estupiñán Bass, hablar sobre la negritud. La negritud era para ellos como un grito de guerra, como un emblema del que se sentían orgullosos, esa maravilosa herencia africana estaba resumida en la palabra negritud. Muchos años más tarde descubrí que la negritud era un movimiento básicamente poético, entre los que se encontraban gigantes como el antillano Aimé Cesaire y el africano Leopold Sedar Sengor, el haitiano Jacques Romain, el norteamericano Lagston Huges o la cubana Nancy Morejón. Todos ellos, desde diferentes ángulos escribían poemas que reinvidincaban a la raza negra y condenaban el racismo imperante, al tiempo que anhelaban volver a la patria lejana, a la madre perdida, a esa África que ya solo existía en sus sueños. Sin embargo, al mismo tiempo que crecía ese movimiento llamado negritud, otro se hacía fuerte en nuestro continente: la poesía negrista. ¿En qué consistía esa poesía? En su ritmo trepidante, en sus onomatopeyas y jitanjáforas poderosas, en su colorido hechizante. El más representativo de esa poesía fue Nicolás Guillén, al que le siguieron el también cubano Emilio Ballagas, el dominicano Manuel del Cabral, el dominicano Luis Palés Matos, y entre otros más, nuestros Nelson Estupiñán Bass, Antonio Preciado y Adalberto Ortiz. Esta poesía con poderoso ritmo y sonoridad, fue acunada por todos ellos, como una forma de darle valor a la cultura afroamericana. Son antológicos los versos de Canto Negro de Nicolás Guillén (lectura del poema). Y de igual forma, los versos de Negra Bullanguera, de Nelson Estupiñán Bass (lectura), los versos de Rumbera, de Antonio Preciado, (lectura) y los versos de Yo no sé, de Adalberto Ortiz (lectura). Pero más tarde, los tres, cada uno por su lado empezaron a ver las limitaciones de ese tipo de poesía y tomaron otros rumbos, mientras en Cuba, Regino Pedroso hacía lo mismo y nos decía en un poema: Hermano negro/, no somos más que negros?, no somos más que jácara? No somos más que rumba, lujurias negras y comparsa? Da al mundo con tu angustia rebelde tu humana voz, y apaga un poco las maracas…”

Como decía antes, tanto Nelson, como Antonio y Adalberto se fueron separando del ritmo de los poemas negristas, tan diferentes de los poemas de la negritud. Quiero dejar constancia de todo esto, que para algunos resultará fuera de lugar, para decirles que Adalberto Ortiz, si bien fue en un principio parte de la poesía negrista, al igual que los otros dos poetas, cuestionó lo que en ese momento era aún un símbolo de lucha y dijo: “viéndolo con menos dogmatismo, la negritud para nosotros los americanos, ya no puede ser un retorno al África, ni una exagerada apología de la cultura africana, sino un proceso de misergenación étnica y cultural en este continente, que puede apreciarse poderosamente en estos tiempos, no solamente en las manifestaciones somáticas del mestizaje, sino también en cierta corriente cultural, literaria y muy poderosamente en la música popular, en las creencias y supersticiones de los campesinos…” De lo en suma Adalberto Ortiz se daba cuenta a esas alturas, que este continente, negro, indígena, blanco, esto es mestizo, tenía que encontrar y reconciliar sus sangres tanto como su cultura y encontrar en la riqueza de esa cultura el camino para su liberación.

No quiero extenderme porque ese tema da para muchos más. Les dejo solamente este abreboca y les invito a leer mi libro “Poesía Negra”, publicado por la Campaña de Lectura Eugenio Espejo.

A continuación, quiero confesarles que la primera lectura que hice de la novela Juyungo, de Adalberto Ortiz, me transportó a un mundo cruel y al mismo tiempo maravilloso, realista y a la vez mágico. La figura de Ascensión Lastre, luchando contra sus propios complejos y la marginación que sufría, me estremeció la sangre y lo mismo hizo la poesía intensa, exuberante, vehemente con la que comienza cada capítulo, porque gracias a ella podemos vislumbrar una selva que tiene oídos, ojos, garras y dientes, una selva viva, vibrante, poderosa, engullidora de todo lo que cae dentro de esta, como si se tratara de un gran animal mitológico. Y además, la muerte heroica y al mismo tiempo inútil de Lastre, luchando a machete partido en una guerra que no era suya sino de los mestizos y sus intereses, me arrancó lágrimas de impotencia. Yo tenía entonces 17 años y, aunque ha pasado el tiempo, todavía evoco ciertos pasajes de ella.

Quiero ahora subrayar ciertas descripciones en la novela que bajo una luz diferente, es posible que a algunos les despierten dudas o extrañeza: En algunas ocasiones, cuando Adalberto Ortiz se refiere a un personaje negro, con frecuencia lo compara con un mono: esto puede ser voluntario, esto es, una forma de hacer énfasis en la versión indígena según la cual Juyungo quiere decir mono negro, y por derivación demonio. Por citar unos cuantos ejemplos, cuando se refiere al personaje Cocambo, dice que este “tenía los antebrazos soplados de carne, cara y pectorales de gorila”. Cuando habla del personaje Críspulo Cangá, dice: “Frente al fuego, Cangá no averiguaba nunca su procedencia sino que se sentía cogido por las fulguraciones, por las chispas, por el crepitar. De aquí que sintiera una absurda alegría de mono”. También cuando se refiere al padre de Ascensión Lastre, dice: “Don Gumersindo Lastre no sentía sus llagas ni el hedor (…). Se rascaba el hule de la panza desnuda, como un mono en la hamaca” Y cuando habla de los negros que se encuentran de fiesta, dice: “giraban y zapateaban, presas del lúbrico mal, metiendo un bullicio de monos espantados”.

¿Qué quiere decir esto?; ¿Quiere acaso decir que Adalberto Ortiz se hacía eco del racismo imperante? De ninguna manera, porque toda la obra gira, por el contrario, en torno a ese conflicto: la necesidad de Ascensión Lastre de dominar a los blancos, de levantarse a una mujer blanca para subirse sobre ella como si montara una yegua blanca. Por eso se casa con María de los Ángeles Caicedo, para humillarla. Se trata, digamos, de un racismo al revés, pero racismo al fin. Un racismo que él ve en todos lados y ante el cual no quiere bajar la cabeza sino enfrentarlo de alguna forma. En cierta ocasión, Ascensión Lastre escucha cómo un grupo de blancos se burlan de su amigo Manuel Remberto mientras este se casa con Eulogia:
“—…¿ Y saben también por qué el negro tiene las plantas de los pies y de las manos más claras que el resto del cuerpo?
—No, no. ¿Por qué? —contestaron a una los demás.
—Porque el diablo, que es bromista, le dijo: “Juyungo, ponte en cuatro que te voy a pintar de un bonito color”. Y el negro, que es dócil y pendejo, se dejó pintar con brea todo el cuerpo, menos las patas donde se asentaba. Pues le dejó las plantas blancas para que se consolara siquiera con eso”. 
Por ese tipo de comentarios, chistes, actitudes y hasta gritos producto del racismo, Ascención siempre rememoraba a su tío, el comandante Lastre. Este “…se le agigantaba cuando, vestido con el uniforme de un alto oficial que había matado con su propia mano, bien enjoyado y mejor montado sobre un soberbio caballo blanco, en una madrugada de 1914 que tomó la plaza de Esmeraldas, gritó: “Estoy montado sobre la raza blanca”. Este tío legendario, que salió desde las montañas de Concepción, llegó con el coronel Vargas Torres hasta Cuenca, combatiendo como los machos y los libres. Luego se enroló en el ejército liberal del viejo Eloy Alfaro (…). Con todo, no se sentía contento; quería vengar la muerte de su tío, matado por los blancos (…). Si cada vez que lo recordaba le renacía la venganza… ¿Contra quién? ¿Contra todos los blancos?…”.

Solo su amigo Nelson Díaz es capaz de sacarlo de esa confusión, de ese odio ciego contra los blancos, cuando le explica que la lucha no es de una raza contra otra, sino de una clase dominante, explotadora, contra una clase dominada, marginada, explotada. Gracias a Nelson Díaz, Ascensión Lastre lentamente comprende que también hay blancos pobres, engañados, esclavizados, igual que él, y es en ese momento cuando la novela Juyungo da un giro significativo porque su personaje principal pasa de una conciencia en sí a una conciencia para sí, como diría Marx.

La novela Juyungo no es, por tanto, solo la historia desventurada de un personaje negro en un mundo de blancos y en medio de una selva inmisericorde, sino una novela política que poco a poco nos va mostrando el camino para entender, al igual que su personaje principal, que esa lucha de blancos contra negros, que esa lucha de negros contra negros, lo único que hace es obnubilar la verdadera lucha contra los que todo lo dominan y todo manipulan en favor propio.

Para finalizar, debo dejar constancia de que esa propuesta de “la lucha de clases” que se muestra, al mismo tiempo que se esconde, en la novela Juyungo es, a estas alturas, cuando mucha agua ha pasado bajo el puente, una propuesta que debe ser complementada, pues no todo es economía ni política, (como alguna vez lo vislumbró el mismo Adalberto) sino que también la cultura es un universo donde se libran arduas batallas de apropiación y resistencia. El legado “negroblanquindio o indoblanquinegro”, como diría el gran Nicomedes Santa Cruz, es una trinchera, donde brilla, en el fondo, los valores más queridos por la humanidad, valores sin los cuales acabaremos en el fondo del precipicio, como al parecer está sucediendo en este momento. Por eso hago un llamado a todos quienes se sientan tocados por este desafío vital, para refugiarnos en la literatura, el teatro, la danza, la música, el buen cine, la filosofía y, por supuesto, la larga tradición de nuestros pueblos donde aún se escucha el sonar del guazá, la tambora macho y la tambora hembra, las décimas, los arrullos, los chigualos y ese maravilloso xilófono de teclas de chonta llamado marimba.

Para finalizar, quiero decirle al espíritu de Adalberto Ortiz que estoy seguro que me está escuchando desde algún lado, que más allá de la maledicencia, está su obra que brilla con luz propia y que ella será inmortal como un árbol de baobab de raíces profundas y enormes ramas que cobijarán a muchas generaciones.

Edgar Allan García
9 de febrero de 2024

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