El filósofo entre pañales (Alison Gopnik)

Llevo media hora observando cómo el pequeño Pablo, que aún no ha cumplido dos años, juega ensimismado con una radio de bolsillo. La lleva del suelo a la mesa, la mira, la toma nuevamente entre sus manos y la enciende. Cambia el dial y suena música. La vuelve a poner en la mesa. Baila y canta durante unos segundos y la apaga. Dice: «¡Ya está!». Saca la antena y vuelve a encender el aparato, sube y baja el volumen, mientras gira la radio en busca de más botones y teclas.

Entre tanto, su madre aparece en el salón y a media voz me pregunta, «¿Le bañamos ya?».  Pablo, que está concentrado tratando de localizar alguna emisora de su gusto, grita «¡Noooooo!» y se enfurruña durante unos segundos hasta que entiende que la amenaza ha pasado. Vuelve a bailar y, cuando los vecinos cierran la puerta con un golpe sonoro, Pablo dice: «¡Mono!» con una gran sonrisa mientras nos mira para que le confirmemos que el ruido lo ha hecho el mono, ese curioso amigo al que atribuye cualquier ruido cuyo origen no sabe identificar. 

Poco después se escuchan los lloros de la vecina de su misma edad. No quiere cenar. Pablo escucha atento y con cara triste dice mirando al techo: “Nena” y durante un rato parece algo más apenado. Pero pronto ataca el interruptor de la luz y vuelve a sonreír mientras su rostro aparece o se desdibuja a cada pulsación. 

Durante muchos años, la filosofía y la psicología pasaron por alto a los niños. Estos confundían realidad y ficción, eran incapaces de controlar sus emociones, su atención era tan dispersa que apenas podían concentrarse en una única tarea más allá de unos breves minutos, eran egoístas y amorales. Se trataba, en definitiva, de personas en proceso de maduración que vivían las etapas necesarias para adquirir el estatus al que la biología les dirigía inexorablemente a través de procesos madurativos.

Recientemente, algunos investigadores han cambiado el enfoque y se han multiplicado los experimentos aplicados a bebés y niños de corta edad. El punto de partida es preguntarse si en lugar de ser simples adultos en proyecto, no sería más apropiado verlos como portadores de un modo alternativo de atender a lo que les rodea, de interpretarlo y de interactuar con ese entorno.

Es cierto que el ser humano adulto ha logrado triunfar por encima de otras especies a la hora de interpretar el entorno, imaginando modelos alternativos y llevando a la práctica complejos planes para hacerlos realidad. Para ello, el hombre se ha visto ayudado por una compleja conciencia de sí mismo, de la que carecen otras especies, y de un talento para tejer intrincadas relaciones sociales que permiten compartir proyectos y colaborar en su consecución. 

Pero no nacemos con estas capacidades sino que aprendemos a desarrollarlas, modularlas y perfeccionarlas a lo largo del periodo de desamparo y crecimiento más largo del reino animal: la infancia. La evolución nos ha regalado este extenso periodo, libre de preocupaciones vitales como el alimento o el cobijo, precisamente para que experimentemos con el entorno, conozcamos cómo conducirnos con el resto de humanos y con nosotros mismos. De todo ello nos nutriremos ya de adultos y de ello sabremos sacar ventaja. En definitiva, los niños y su intenso aprendizaje nos han permitido llegar a ser lo que somos.

Alison Gopnik es una de esas investigadoras que está cambiando el modo en que comprendemos a nuestros hijos (y a los hijos que fuimos)  y El filósofo entre pañales (Editorial Temas de Hoy) es el libro en el que plasma la idea de que los bebés son, en sus propias palabras, el departamento de I+D creado por la evolución para alimentar al departamento de Producción, los adultos.

Comencemos por el primer gran bloque de habilidades, las que hacen referencia a la verdad, los hechos, es decir, al conocimiento del medio y a la elaboración de un modelo teórico sobre el que los bebés plantean alternativas que refutan o confirman, al igual que hacen los científicos.

Los bebés, desde sus primeros días, comprenden el mundo como una suma de causas y efectos. En función de la experiencia y los conocimientos adquiridos, su comprensión deviene más compleja y, en su desbordante imaginación, comienzan a crear un intrincado mapa causal en el que lo posible, lo imposible y lo improbable parece estar al mismo nivel. Pero la clave es que lo que a nosotros nos parece descabellado, a nuestros bebés les parece perfectamente factible, no porque confundan realidad y ficción sino porque les falta conocimiento suficiente para conocer la verdadera probabilidad de que las cosas sucedan como imaginan.

Si a un niño de dos años le preguntamos si puede volar, la respuesta más probable será que sí, lo que no demuestra su inmadurez sino que aún no tiene suficientes conocimientos para determinar si es o no posible. A fin de cuentas, tampoco les podemos culpar de creer que no pueden volar cuando les enseñamos aviones o les contamos cuentos de hombres que viajan por otros planetas. Pero más aún, si nadie hubiera imaginado la posibilidad de volar a la Luna, el hombre nunca la habría pisado.

Los niños no son unos pequeños locos fantasiosos. Cuando se les interroga acerca de cuestiones sobre las que tienen ya un conocimiento cierto, apreciaremos que no mezclan realidad y ficción. Más aún, a los niños se les da estupendamente bien el pensamiento contrafactual, es decir, el alterar en su imaginación un aspecto concreto de un hecho pasado (o de un hipotético futuro) y anticipar las consecuencias de ese cambio.

Crear mundos imaginarios es parte del proceso cognitivo. Las ensoñaciones en las que los peluches o los coches hablan son tan importantes para los bebés como la exploración del mundo real. De ahí la importancia también de los amigos imaginarios, del juego del fingimiento, como forma de trabar conocimiento de lo que nos rodea, de experimentar en su imaginación con diversas posibilidades y conocer las consecuencias de sus actos en su imaginación.

El uso avanzado del pensamiento causal y contrafactual es la prueba de que el cerebro de los niños funciona con un rendimiento al que pocos adultos pueden aspirar. A ello contribuye el que sus lóbulos frontales (responsables de la capacidad para inhibir pensamientos o conductas) aún no estén desarrollados. Y esto nos lleva al segundo bloque de habilidades de los bebés a que se refiere Alison Gopnik: la conciencia, en su doble vertiente, externa e interna.

Por conciencia externa nos referimos al modo en que sentimos y percibimos lo que nos rodea. Es frecuente sostener que los niños son poco atentos, algo dispersos e incapaces de concentrarse en una actividad. Su atención parece dispararse indiscriminadamente hacia todo. Decimos de un niño que es agotador, pero para él, simplemente, todo lo que le rodea es una llamada inapelable a su atención e interés.

Hagamos un experimento clásico que la propia autora cita en su libro. El siguiente video nos muestra a un grupo de jóvenes pasándose de uno a otro una pelota. Nuestro objetivo es contar cuántos pases se hacen durante la secuencia los jugadores con camiseta blanca. Vamos allá. 

Bien. ¿Siete pases?¿Ocho pases? Lo relevante sin embargo, es si has visto algo que te haya llamado la atención. ¿No? Está bien. Vuelve a ver el video y ahora despreocúpate de las veces que los jugadores se pasen la pelota. Sólo disfruta de las imágenes.

Bueno. Espero que ahora, al fin, te haya llamado la atención el gorila que entra y sale de la pantalla. No te lo tomes a mal, pero tu hijo lo habría visto desde el primer momento. Al recibir la instrucción de contar el número de pases, tu cerebro inhibió su atención respecto del resto de detalles. Tu hijo de tres años, sin embargo, no podría haber dejado de ver la graciosa figura mientras contaba los pases (de hecho, contarlos es lo que le habría resultado más complicado).

Ya no podemos seguir sosteniendo que los bebés son incapaces de prestar atención. Mejor digamos que ésta es diferente de la de un adulto. Cada una es óptima para el momento de desarrollo correspondiente. El niño debe experimentar y estar abierto a todo. Por ello, Pablo es capaz de estar ensimismado con su radio al mismo tiempo que interviene en una conversación apenas audible en la que aparece una palabra («bañera») que le afecta de lleno. Para un adulto, que tiene que llevar a cabo complicados planes y estrategias, la importancia de centrar su atención es vital. Parece que la evolución natural ha vuelto a jugar bien sus cartas y nos equivocaríamos si creyéramos que el modo adulto de estar en el mundo y percibirlo es el único o el mejor. Nuestros hijos nos enseñan lo contrario.

Pasemos a la conciencia de uno mismo, ese sentimiento que tanto ha dado que hablar a los filósofos. Heráclito se preguntaba si el hombre que se baña cada día en un río es el mismo hombre (y el mismo río). En un adulto, la conciencia de sí mismo es fruto del recuerdo de un pasado y su proyección en el futuro, es la memoria autobiográfica lo que da unidad a la variedad del curso de la vida y es lo que explica la terrible desgracia de las enfermedades mentales que rompen ese hilo conductor y pierden a la persona en un presente continuo.

Pero en un niño la conciencia de sí mismo resulta algo diferente. Se han hecho pruebas grabando videos a niños de dos años a los que se pone una pegatina azul en la frente. Seguidamente se les muestra el video y se reconocen inmediatamente, Pero cuando se les dice que toquen lo que llevan pegado a la frente, la misma pegatina que tienen en el video, parecen incapaces de casar ese yo del pasado con el yo presente. ¿Acaso Heráclito habría creído más próxima a la verdad este tipo de conciencia? Probablemente sí. Para nosotros es difícil concebir cómo es este tipo de percepción en un bebé, pero cometeríamos un error si creyéramos que es una percepción equivocada o fruto de la inmadurez. Digamos que, simplemente, es otro modo de verse en el mundo.

Vayamos ahora al último aspecto que comentaré de El filósofo entre pañales: la moral. Tradicionalmente se ha visto a los niños como amorales, ajenos a la autolimitación por otra razón que no sea el castigo. Sin embargo, las investigaciones más recientes nos presentan un panorama completamente diferente.

Los niños asumen que deben existir normas. De hecho, la mayoría de ellas son asumidas sin mayor problema (a salvo de aquellos casos en los que el bebé pretende hacer valer su propia identidad). El mecanismo de asunción de estas normas suele ser la imitación (nuevamente los juegos de fingimiento tienen un importante papel en el aprendizaje). Los niños toman la comida con cubiertos porque ven que así lo hacen sus padres u otros niños. A veces lo olvidan, pero pronto dan por hecho que así debe ser. Lo mismo ocurre para la infinidad de normas que rigen nuestras vidas: en casa llevamos zapatillas, a la cama vamos con pijama, nos lavamos los dientes después de la comida.

Pero demos un paso más. En diversos experimentos se pregunta a niños de preescolar sobre qué ocurriría, por ejemplo, si en la guardería cambiasen la norma que obliga a colgar el chubasquero en la puerta de entrada por otra que exigiera no quitárselo hasta ya iniciada la clase. La respuesta de los niños es que acatarían la nueva norma aunque no la entiendan muy bien. No creen que hacerlo contravenga nada. A fin de cuentas es una norma de la guardería.

Sin embargo, planteados sobre qué harían si quedara sin efecto la norma de no pegar a los compañeros, creen que seguiría estando mal golpear a otro niño, ellos no lo harían. En resumen, los niños son capaces de distinguir entre las normas humanas, aquellas que facilitan la convivencia, y aquellas otras que derivan de un sentido más profundo, que podemos llamar moral.

Otros estudios han demostrado que, desde aproximadamente el año y medio, los niños son capaces de sentir empatía, de entristecerse cuando otros se entristecen o de alegrarse cuando otro sonríe. Este sentimiento nace, una vez más, de la imitación y los juegos de fingimiento. Pero tiene un componente más profundo. La empatía requiere reconocer los sentimientos del otro y asumirlos, hacerlos propios, sentir el dolor ajeno y, por tanto, querer aliviarlo, sentir la necesidad ajena y proveerla. Y numerosos estudios demuestran que los niños se conducen de este modo. ¿Podríamos encontrar mejor cimiento para un comportamiento moral?

El pequeño Pablo ya está bañado, cenado y va camino de su habitación, sin olvidar a su muñeco de dormir. Mientras se sube a la cama y se tumba, esperando que me acueste a su lado para despedirnos hasta el día siguiente, pienso en estos dos últimos años y en lo rápido que ha pasado todo, pero al tiempo, lo lejos que parecen estar los días en que él no estaba. ¿En qué pensaba y de qué hablaba entonces? La verdad es que sólo sé que todo empezó a partir de que él llegase y que cada día me enseñe algo nuevo. Al igual que Gopnik, he aprendido a mirar a los niños con otros ojos y no hay día que no piense que, de mayor, quiero ser como Pablo. 

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