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Durante muchos siglos, el Carnaval ocupó un lugar muy importante en la vida de los pueblos y las ciudades de Europa. Esta celebración se prolongaba durante los tres días que precedían al miércoles de Ceniza, la jornada que marcaba el comienzo de la Cuaresma, tres días durante los cuales las gentes se entregaban a una exaltación colectiva y a toda clase de excesos prohibidos el resto del año. Para los jóvenes era la ocasión de divertirse a costa de los animales del pueblo. A veces manteaban perros, gatos y gallos, o bien les ataban a la cola: botes, latas, cencerros, cuernos y vejigas hinchadas y los perseguían por las calles. En España el carnaval tenía el nombre de Antruejo y se celebraba el domingo de carnaval, día en que los niños eran protagonistas de otro divertimento el primer día de esta celebración: la fiesta de los gallos. Uno de ellos, elegido por sus compañeros «rey de gallos», presidía un remedo de torneo en el que los otros niños, armados de un sable viejo, intentaban cortar la cabeza de un gallo colgado por las patas de una cuerda. También se solía enterrar a los gallos dejando la cabeza afuera, luego los chiquillos repetían su proeza con los ojos vendados. Otra tradición consistía en levantar un tablado y, en el centro, poner un cántaro con un gallo vivó adentro. Después, entre la gente del pueblo, elegían un rey y una reina, con sus príncipes, duques, condes y otros súbditos. También eran frecuentes las pedreas, batallas a base de nieve, harina, huevos, peladillas, naranjas o vejigas de cerdo hinchadas. En Andalucía se preferían las naranjas, al igual que en Barcelona, donde en 1333 las autoridades municipales decidieron prohibir las taronjades; lo mismo ordenó el capitán general de Mallorca en 1574. Ello se debía a que esta diversión degeneraba a menudo en riñas y discusiones, e incluso en muertes.
El lunes de Carnaval, los niños se distraían con multitud de juegos y los mayores asistían a representaciones teatrales. A menudo se trataba de farsas que satirizaban los pequeños vicios de los vecinos de un pueblo o de una ciudad. Durante el Carnaval desaparecían los tabúes y restricciones del resto del año. Era frecuente publicar hechos escandalosos que debían mantenerse en secreto, hacer sátira pública de las intimidades y proferir injurias a los viandantes. Esto causaba disgustos. Los muchachos decían obscenidades a las jóvenes, hasta dejarlas pálidas y llorando, como contaba un jesuita del siglo XVII, que también recogía el caso de un hombre que paseaba desnudo por las calles, diciendo desvergüenzas a las jóvenes que estaban en los balcones.
El martes era el día grande del Carnaval, la explosión final de diversión y lujuria. Este día se organizaban desfiles en los que participaban todos los grupos profesionales de una localidad. En Cataluña, los jóvenes se disfrazaban de oso, embadurnándose de negro, y también cubrían de hollín a los espectadores. Las mojigangas sacaban a escena a gran número de personajes y dieron lugar a un género teatral.
Otra diversión que no podía faltar en el Carnaval era el banquete. En 1464, los hortelanos de Jaén organizaban un gran torneo de calabazas, «dándose con ellas hasta que no quedara ninguna sana»; después hacían una comida. La tradición de celebrar banquetes colectivos se daba en toda la península Ibérica. En Galicia se comía a base de cerdo y en grandes cantidades: el rabo o la cabeza, los lacones o brazuelos y las tortillas a base de leche, sangre de cerdo y harina. En Cataluña se comía butifarra o pies de cerdo, mientras que en Huelva se hacían sopas con lo mejor del cerdo, en especial la lengua y el lomo.
El miércoles de Ceniza se despedía el Carnaval, dando paso a la Cuaresma. Se entraba en un período de arrepentimiento, oración, continencia y abstinencia, y se restablecían las sanciones a quienes no respetaban las normas religiosas. No se podían celebrar bodas y nacimientos ni asistir a espectáculos y otros juegos. Sobre todo, estaba prohibido consumir carne, que se sustituían por el pescado; la leche de vaca o de oveja se reemplazaban por la de almendras, y las grasas animales por las vegetales. Aun así, la entrada en el período de abstinencia se hacía con una última ceremonia burlesca: el entierro de la sardina. En un ambiente de jolgorio que Goya representó genialmente en un célebre cuadro, los vecinos, disfrazados, simulaban un cortejo fúnebre que terminaba con la quema de alguna figura que simbolizaba a la sardina. Este último desahogo festivo daba paso a la Cuaresma, el tiempo de recogimiento, austeridad y expiación que marcaba el retorno al curso normal de las cosas.