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Cada uno en la tierra tiene su ascensión y el abuelo tuvo la suya. Un poco tarde descubrimos que le gustaba sentir la adrenalina correr por sus venas. Subió al Cotopaxi, al Chimborazo, al Cayambe, con relativo éxito. Era empecinado, mucho más con su entrenamiento, decía que va a volver a intentarlo hasta lograr coronarlos. Lo que recibía de su jubilación lo gastaba en equipos, grampones, piquetes, gafas de protección solar…Cuando subió al Everest vio su anhelo cumplido. Consiguió uno de los mejores guías del lugar. A medio camino de la cumbre vino la avalancha y por ayudar a su amigo de cordada se le cayó uno de los guantes protectores y a consecuencia de esto perdió sus tres dedos por congelamiento de una de sus manos, pero logró salvar a su compañero, necio cómo el solo; el vicio por las montañas le vino queriendo olvidar a la abuela recientemente fallecida “la montaña siempre está ahí y te habla cuando es posible seguir ascendiéndola, solo se necesita escuchar su silencio y al viento sobretodo” decía. Las montañas le acogían y le daban la paz y el sosiego que buscaba a pesar de sus peligros.
Cuando ascendió al Aconcagua, no pudo llegar a la cumbre, un compañero suyo perdió los dedos de los pies por congelamiento. En Daula Giri, en el Tibet, otra vez, una avalancha con su estruendo que parecía venir del cielo, se precipitó sobre el equipo de montañistas, les arrastró 700 metros, cuando él despertó tenía su brazo derecho inmovilizado y de la mandíbula le caían hilos de sangre que no tardaron en congelarse. Se incorporó, caminó lentamente, el viento cortante y helado ingresaba por sus fosas nasales. Se dejó caer en la nieve, miró el cielo azul, sintió muchísimo calor, lentamente se desnudó, mientras miraba unas vacas acercándoseles y a unos ángeles que abriendo sus grandes alas venían por él, mientras la hipotermia hacía lo suyo.