- Clickultura
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Los abuelos la oyeron llorar y corrieron a verla.
—¡Ayayay fente, pecho, manos y patitas! —dijo señalando el pequeño crucifijo con un dedo.
Conmovidos, intentaron consolarla. Ella les pidió la esculturita y, sin dejar de llorar, besó sus heridas sangrantes. Desde entonces le prohibieron entrar en su dormitorio. En los días venideros, sin embargo, su rostro tenía huellas de lágrimas, como si siguiera entrando allí y llorando, a escondidas y en silencio.
Ahora los abuelos la oyeron reír y volaron a verla.
—¡Nada ayayay fente, pecho, manos y patitas! —dijo aplaudiendo feliz, ante el asombro de los ancianos.