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Las máquinas no solo nos sustituirán como generadores de vídeos, sino también, y pronto, como contempladores.
Para ver uno de los vídeos generados por una (¿una o la?) inteligencia artificial que han salido hace unos días tuve que tragarme antes un anuncio de una marca de ropa, de ropa para cuerpos, se entiende. En el anuncio una chica sonreía muy coqueta, como sabiendo que rebosaba de encanto fugitivo aun cuando parecía despistada, y se arrebujaba en el abrigo que anunciaba. Una vez en una traducción a medias a mí me tocó el primer capítulo, y la primera traslación que hice fue Rita se arrebujó en su visón, frase que además de precisa a mí me hizo reír porque era como meterse unos petazetas en la boca nada más empezar, pero a mi colega de traducción nada, y eso quizá porque cómo vas a meter una palabra así tan carpetovetónica en una novela extranjera, con la doble erre y con la jota y con el aire un poco de pueblo que tiene a fin de cuentas el verbo arrebujarse. ¿Era Valle-Inclán quien se metía con el Quijote porque tiene la palabruja cuyo en la primera frase? En todo caso, como canta Brassens en Marquise, “J’ai vingt-six ans, mon vieux Corneille, / Et je t’emmerde en attendant”, es decir, ahora donde estamos es aquí, con la graciosa chica del anuncio vendiendo abrigos y ahorrándonos la hora y media de ver una película en busca de un encanto que intentar reproducir, o que solo tarda quince segundos en cautivarnos.
Asombrosamente por el momento en el estado actual de las cosas, el anuncio de abrigos era más interesante y ofrecía más suspense que la pieza de la inteligencia artificial CUYO peaje suponía. En esta se veía de perfil a un tío sentado en una nube leyendo un libro, que por cierto es algo al alcance de cualquiera si sabe elegir el libro que le va, y ese tío ponía muchas caras a medida que pasaba las páginas. Algunas de las caras eran muy raras, difíciles de interpretar, parecía estar dándole vueltas con la lengua a una piedrecilla, porque movía la boca como si se le hubiese desprendido un trozo de empaste y no se decidiese a escupirlo antes de sacarle toda la información, llano placer, que pudiese contener, mediante el básico sistema de probarlo con la boca, freudiana fase oral que por lo visto también los hologramas atraviesan. Pero en su expresión también se advertían emociones de índole más abstracta, como regocijo y sorpresa, a medida que iba leyendo. ¿Qué habrán puesto en el libro? También Visconti insistió, para rodar bien El gatopardo, en que los cajones que no se iban a abrir en ninguna escena estuviesen llenos de manteles y sábanas de hilo (“Dios los ve”).
Lo que saco en claro es que la chica al menos quería vender abrigos, mientras que la IA solo se vendía a sí misma. ¡Sobresaliente síntesis del producto y su marketing! Pero entonces ahora entiendo que la vendedora de abrigos era una intelectual.
Para ir a una comida en la que comentamos estos nuevos vídeos que devuelve la inteligencia artificial, tuve que coger un autobús. ¡Un día magnífico! Desde la altura se veían las encinas dispersas por el campo y, aunque eran muchas y las veíamos de pasada, a cada una le notábamos su personalidad distinguible en mitad del esplendor del día, que eran la luz y la transparencia que lo unían todo, igual que distinguiría una madre a su hijo en la concurridísma guardería total. Más tarde, cuando ya estábamos juntos comiendo, nos estremecimos pensando en cómo la tecnología avanzada iba a acabar con nosotros, a desecharnos, y a cada cucharada la perspectiva nos parecía más negra y los pensamientos se nos hacían más confusos. Un persistente malestar se me instaló en el estómago junto a la sospecha de que no solo nos sustituirán como generadores de vídeos, sino también, y pronto, como contempladores.
La inquietud me duró un par de días, y agotada me acosté temprano con el teléfono fuera de mi cuarto, y antes de dormirme estuve leyendo una revista hasta que me dolió el cerebro y apagué la luz. Pero soñé cosas muy divertidas, y un pájaro charlatán y luego la luz me despertaron tan temprano que tuve que hacer tiempo antes de que abriesen la panadería.
Al salir a la maravillosa calle estaba tan despejada que me sentí por fin capaz de reflexionar a fondo sobre los peligros de la sustitución con que nos amenaza este temible poderío de las máquinas. Hacía un día precioso. En esas condiciones, sin los obstáculos de la difusa zozobra, era muy fácil poner la mente a trabajar. Cuando volví de la panadería, que encontré abigarrada a pesar de que creía que había madrugado heroicamente, me dio pereza ponerme a escribir sobre ese tema que de verdad me interesa, lo de las máquinas, y lo dejé pasar, pero el recuerdo de las encinas y de la mañana radiante no quiero perderlo, en algún lugar tendrá que quedar salvado, por ejemplo aquí, como un broche de plata prendido en el jersey astroso de los días.
TOMADO DE: https://letraslibres.com/literatura/sustitucion/20/02/2024/