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La tía Eloísa había perdido la memoria y los dientes, pero no las ansias de vivir. Muy de mañana se colocaba frente a la ventana a admirar los bíceps y tríceps de los jardineros, los pompis de los albañiles que ajustaban los destartalos de su casa, la frescura radiante del ciclista que traía sus medicinas. Lujuriosa, intentaba desde su silla de ruedas echarles una mano, pero se les escapaban, como dice el poeta “como peces sorprendidos”, y ella quedaba de mal humor por mucho tiempo. Sus parientes no sabían qué hacer. Era una abuelita dulce y calma hasta que aparecía un muchacho y perdía los estribos. Hasta les propuso a algunos dinero por dejarse acariciar, pero ni el gigoló más descarado resistía el desvencijo de su dentadura falsa, ni el remolino de sus venillas varicosas en las piernas. Era un atentado a las normas de urbanidad, decía un sobrino. Un peligro, afirmaba el médico, protegiendo su miembro de las embestidas a sorpresa de la abuela. Algo hay que hacer, decía otro. Acordaron encerrarla en su
cuarto para siempre porque no se explicaban, cómo la tía Eloísa, exmonja de clausura, virgen comprobada, se había transformado a raíz del Alzheimer en una depredadora que mantenía en vilo a cualquier varón que se le cruzara por el camino. Y nunca lo llegaron a saber porque la tía Eloísa murió de un infarto, aquel día en que su cuerpo sonreído se retorcía de placer bajo sus dedos artríticos…