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El abuelo profesaba eso de que en un instante el destino del hombre puede quebrarse. No hay lugar seguro en el mundo, repetía, ustedes no hubiesen existido si esa noche de despida de soltero no me hubiese excedido en el festejo con los amigos hasta altas horas de la madrugada y a pesar de haber perdido el vuelo, yo insistí hasta la angustia en el counter de la compañía de aviación, porque en Manhattan me esperaba María Isabel, lista para el matrimonio pactado. Su padre era un exjuez muy formal y quería muchos nietos.
Al ver que nunca llegué, decidió no esperar más y anunciar que se suspendía la boda, programada con antelación.
María no quiso dar oídos a mis disculpas, su padre la desheredaría si sabía que insistía. Fueron algunos años más tarde que conocí a la abuela Fabiola, la de los ojos negros grandes como el capulí y contadora de historias mientras tejía.
Desde ese entonces, no acepta despedidas hasta la madrugada.