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I
Los científicos aseguran que a las pocas semanas de vida, un bebé es capaz de identificarse con los sentimientos ajenos. Si su madre llora, siente una profunda pena. Si alguien ríe, tiende inevitablemente a reírse. Algunos lo llaman estrategia de supervivencia, mimetizándose con el entorno para sobrevivir, otros consideran que es la prueba de que la empatía es un atributo natural del hombre, algo que viene de serie.
Cuando se describen los compartimientos de asesinos en serie o de los psicópatas más peligrosos, los expertos afirman que la falta de empatía, la imposibilidad de ponerse en el lugar de sus víctimas, es una de las principales razones de la violencia irracional que estos monstruos despliegan. Algún tipo de tara psicológica ha derribado la barrera que la empatía ha levantado para garantizar la vida social.
Comprender al otro, ponerse en su lugar y asumir como propias las ideas ajenas se cuentan entre las recetas a muchos males de nuestra sociedad. Sobre este concepto caen como bandadas escritores, pseudocientíficos, terapeutas y políticos, ávidos por sacar provecho de la empatía, porque todos nos pongamos en su lugar, especialmente en sus bolsillos, para llenarlos con generoso impulso.
Al amparo de la misma idea, el reclamo crece y donde quiera que miremos siempre encontraremos a alguien deseoso de que ocupemos su lugar, normalmente para sacarlo de él y ocupar el nuestro.
Y es que es fácil caer en la simpleza de la expresión popular “ponte en mi lugar” y muy difícil expresar rechazo a la misma. No parece de buen gusto negarse a esta invitación a visitar el lugar ajeno, a sentir lo que otro siente y padece.
Pero las dudas que surgen una vez tomamos el tiempo suficiente para reflexionar al respecto son contundentes. ¿Puedo realmente ponerme en el lugar de otro?¿Llevaré conmigo mis ideas y prejuicios falseando la dislocación?¿Me impedirá este tránsito personal juzgar al otro? Si me fusiono en cuerpo y alma con el otro, ¿éste hará lo propio conmigo? Y si es así, ¿para qué tanta ida y venida? Y si no lo fuera, ¿no sería un juego tramposo y asimétrico que responde a fines interesados? Muchas preguntas que requieren una reflexión sosegada y coherente.
II
Fernando R. Genovés, doctor en Filosofía, Premio de Ensayo Juan Gil-Albert y autor de numerosas obras filosóficas y de otra índole, especialmente afecto al mundo de la ética, aborda en La ilusión de la empatía (2013) estas cuestiones desde múltiples perspectivas. Prima, evidentemente, la filosófica pero no deja de lado la política, la cultura popular y la influencia que la idea de la empatía ha tenido en el cine, gran pasión del autor.
La empatía refleja la esperanza de que podamos compartir el lugar del otro, sus sentimientos y pensamientos, en un esfuerzo por integrarnos en un todo social en el que las tensiones se diluyan. Los beneficios se dicen innumerables y por ello, su mera evocación levanta una ilusión a la que, en doble sentido, hace referencia el título de la obra,
Porque la ilusión también evoca el espejismo, la ficción que perseguimos con ahínco y que tantas veces como nos acercamos a ella, más lejana y esquiva se nos muestra. De este modo, la empatía parece convertirse en una eterna promesa siempre por cumplir (la más peligrosa de todas las promesas).
No se trata aquí de glosar la reflexión filosófica de Genovés. Para quienes recuerden las lecciones del Bachillerato Unificado Polivalente (nombre tan extraño hoy como me resultaba el “Preu” de la generación de mis padres), en el libro se concitan mentes tan brillantes como Sócrates, Aristóteles, Epicteto, Marco Aurelio, Cicerón, Montaigne, Locke, Hume, Adam Smith, Schopenhauer, Unamuno y Ortega y Gasset, entre otros muchos. También desfilan por sus páginas los conceptos de relativismo moral, utilitarismo, victimismo o moral pública.
La nómina parece impresionante pero Genovés les hace hablar a todos ellos exponiendo sus teorías al respecto. Desde los Antiguos, más preocupados por el respeto a uno mismo, es decir, por procurar un recto proceder, fijando límites al otro si fuera preciso, en el afán de que cada uno ocupe su lugar y no el de otro, hasta las corrientes ilustradas del felicismo utópico, según el cual, a modo de un Verano del Amor dieciochesco, la fusión con el otro, en sus alegrías y especialmente en sus penas, nos llevará a un paraíso terreno.
Es sabido que la educación de nuestros días es lamentable, pero la nuestra debió ser excelsa sin parangón, por lo que no redundaré en lo que, sin duda, todos ya conocemos. Tan solo reflexionaré sobre dos ideas que me han interesado especialmente.
Adam Smith es el padre de la economía moderna. Su libro La riqueza de las naciones (por simplificar su prolongado título original) es un compendio de los conocimientos de su tiempo, con infinidad de curiosidades y detalles históricos (un tiempo en el que los libros de economía hablaban de la economía y la vida, no de modelos y ecuaciones) en el que aseguraba que una “mano invisible” -concepto que nunca empleó como tal- guiaba la acción dispersa, autónoma e interesada de los particulares en busca de su propio beneficio, para lograr la riqueza colectiva. En otras palabras, procura hacerte rico que, por el camino, tú y otros muchos como tú, haréis que todos mejoremos.
Esta idea, piedra central del capitalismo, es denostada a menudo por justificar el egoísmo económico y servir de excusa a quienes se enriquecen a costa del débil. Realmente, la intención de Smith era remover la intervención del Estado con las trabas que en la época imponía al libre tránsito de mercancías, las rígidas estructuras gremiales o los diezmos.
Pero lo que resulta sorprendente es que el Smith economista era vocacional y autodidacta, libre para observar lo que veía y obtener sus propias conclusiones. El Smith catedrático de filosofía (representado en lo que aquí nos concierne por su Teoría de los sentimientos morales, tratado en el que hace la apología de ponerse en el lugar del otro) era deudor de las ideas de su época y de una profunda corriente inglesa (debidamente exportada a los Estados Unidos) que defendía la simpatía como virtud social, paradigma de lo deseable y requisito al que todo hombre debe aspirar. La identificación con el otro que Adam Smith requiere alcanza a los vivos y a los muertos, y casi a cualquier ser vivo (otros llegarán que den el salto final).
Adam Smith defiende la simpatía/empatía como un unificador social, un concepto que permite superar el enfrentamiento social (ese temor que aqueja a los ingleses desde su revolución en el siglo XVII) homogeneizando y suavizando la violencia propia de la naturaleza humana.
En un brillante reto, no solo dialéctico, Genovés propone el respecto y la hipocresía social como verdaderas virtudes, forjadoras de sociedades más justas, preocupadas por resguardar lo propio evitando apropiarse de lo ajeno. A fin de cuentas, el juego social consiste precisamente en eso, en aceptar los límites, renunciando a ocupar el lugar de otro, bien activamente (imponiendo dictatorialmente mi criterio), bien pasivamente (obligando a otros a asumir el mío merced a la empatía). De ahí que la hipocresía resulte más beneficiosa socialmente que la simpatía.
Aquí entramos en la segunda cuestión que querría destacar: las consecuencias del enfoque empleado para definir los límites propios y ajenos, esa barrera que se fundamenta en la simpatía o en la hipocresía, pero que se convierte en el último fortín de las sociedades libres.
La Teoría de la Justicia de John Rawls reflexiona sobre cómo crear una sociedad basada en la Justicia sin que pesen las circunstancias de cada uno. Ese momento constituyente viene precedido en su teoría del llamado velo de la ignorancia por el que las circunstancias personales de cada cuál quedan veladas u olvidadas de modo que cada ciudadano constituyente pueda consensuar, conceder o acordar unas leyes de Justicia equitativas. Una vez logrado este acuerdo constituyente, Rawls levanta ese velo y cada uno vuelve a ocupar su posición original.
Se trata así de que cada uno ocupe una posición virginal que permita alcanzar acuerdos básicos en términos de justicia pero no pretende cambiar la realidad, logrado el acuerdo, se retira el velo y cada uno vuelve a su posición original, los ricos como ricos, los miserables como tales, los inválidos con sus limitaciones, pero ahora todos regidos por unos principios básicos y aceptados por el conjunto. En este contexto, parece innecesaria la idea de empatía.
Sin embargo, autores como Thomas Nagel, exigen una renuncia a nuestros propios intereses junto a una plena identificación con los del otro, con sus juicios de valor y sus puntos de vista. Pero, si yo ocupo plenamente el lugar del otro y éste el mío, ¿avanzaremos algo en nuestro común esfuerzo por lograr un marco de consenso? Podemos aceptar que Nagel pretenda con su teoría cimentar una sociedad en la que ningún miembro quede desprotegido, pero Genovés cree que hay mejores caminos que el de la empatía y la renuncia a uno mismo, otras virtudes sociales que promover, como la compasión, la hipocresía social, la responsabilidad, el entendimiento y el pacto, el amor propio, el respeto y el auto-respeto, menos ilusorias e interesadas.
III
Aunque así expresada, la idea de la empatía parece propia de pensadores y políticos, lo cierto es que su calado popular es innegable. Entre las muestras de la cultura popular ninguna más evidente y masiva que el cine. Genovés rastrea algunas escenas, películas o series en las que ocupar el lugar ajeno se convierte en punto central, concluyendo así su libro con una sonrisa inteligente.
¿Debe un actor empatizar con el personaje e identificarse con él, o debe simplemente actuar? Dustin Hoffman y Laurence Olivier en Marathon Man son ejemplos, respectivamente, de ambas posturas, con resultados excelentes en ambos casos. También se destaca que la filmografía de Billy Wilder es muy rica en situaciones en las que ocupar el lugar ajeno se convierte en desencadenante de la trama, como en el caso de Con faldas y a lo loco, en la que Tony Curtis y Jack Lemmon vuelven a ser ejemplo de dos modos de afrontar un personaje, desde la interpretación y desde la identificación.
Pero la escena que más me ha gustado, tal vez porque guardo un recuerdo vívido de la misma, es la de un capítulo de la serie Frasier. Niles, hermano del protagonista, contrata a un terapeuta para llevar a cabo varias sesiones de terapia de pareja en un último intento por salvar su matrimonio, desconociendo que el profesional, saltando su código deontológico, ha comenzado a acostarse con su mujer. Dejemos que el propio Genovés nos lo narre.
El enredo y las situaciones propias de la comedia les llevan a ambos a la misma cama, bajo la sombra de la confusión de personalidades y de la penumbra que ampara al amor, con la convicción, en cada caso, de que el acompañante del lecho es Maris. De repente se enciende la luz de la estancia y la claridad hace patente el error. Niles ofendido y humillado le reprocha al doctor la infidelidad y la deslealtad profesional por beneficiarse de una paciente, que además es su esposa, aún. El atribulado asesor queda al descubierto, al desnudo por así decirlo, y sólo acierta a farfullar inútiles explicaciones. Finalmente, apelando a la ciega pasión como último motivo de su actuar acierta a confesarle a Niles: — Estaba ciego por el deseo y no sabía lo que hacía, en fin, póngase en mi lugar…
Réplica de Niles:
— ¿Que me ponga en su lugar? He estado a punto de hacerlo…
Como le ocurre a Niles, pongámonos en el lugar de otro si así lo deseamos, pero al menos que sepamos que lo estamos haciendo y que ninguna ilusión turbe nuestra vista y nuestra elección.