Paul Auster: el mundo en su cabeza y su cuerpo en el mundo

Paul Auster deja una obra que rompe las fronteras entre ensayo, autobiografía y ficción, en la que ciertas preocupaciones funcionan como espejo de la condición humana.

Por Ivonne Saed

Un joven Paul Auster, con escasos diecinueve años, escribe en su cuaderno de notas: “El mundo está en mi cabeza. Mi cuerpo está en el mundo.” Casi treinta años después, se reencuentra con estas palabras y se da cuenta de que, si bien no recuerda cuándo las escribió o en qué contexto, siguen definiendo el conjunto de su obra: una urdimbre que entreteje la ficción emanada de su imaginación con una escritura autobiográfica que se alimenta de lo que él observa desde los márgenes de su propia existencia. Si el mundo participa de sus ideas y su cuerpo participa del mundo, entonces su persona completa y el mundo fluyen sin distinción. Las posibilidades para la escritura se abren al infinito.

Paul Auster, fallecido el 30 de abril, deja una obra narrativa en la que rompe las fronteras entre ensayo, autobiografía y ficción, y además seduce a sus lectores mediante esta estrategia. Sus preocupaciones recurrentes –el azar, la memoria, la soledad, el proceso creativo, la ciudad como un entramado orgánico ineludible del que sus personajes son parte integral– funcionan como espejo de nuestra condición humana. Su escritura nos entretiene y cautiva, a la vez que apela a las inquietudes más íntimas de nuestra existencia. Sus lecturas alimentan su narrativa y enriquecen una intertextualidad que aparecerá en todo lo que escribe.

En una entrevista para El País hace unos años, Auster afirmó que en la literatura no hay genios precoces porque para dominar el lenguaje hace falta que pase mucho tiempo. Sin embargo, desde su obra más temprana, en los años ochenta, ya se vislumbraba su genialidad. Atento lector de Las mil y una noches y Don Quijote, de Shakespeare, Kafka y Montaigne, amigo de Lou Reed, Wim Wenders y Salman Rushdie, Paul Auster configuró un mundo metatextual que puede habitarse desde cada una de sus novelas, pero que se comprende a fondo cuando se navega de ida y vuelta por toda su narrativa y ensayística.

En efecto, sus obsesiones y personajes regresan de un texto a otro. En Fantasmas (1986) el personaje Blue descubre con su binoculares el libro de Thoreau que Black está leyendo mientras reflexiona que el hecho de ver a alguien leer o escribir es no hacer nada, pero también es la manera de conocer lo que el observado piensa; su personaje Sidney Orr, en La noche del oráculo (2003), toma como pretexto una anécdota insignificante de El halcón maltés de Dashiell Hammett para convertirla en hilo conductor de la novela que escribirá; en La invención de la soledad (1982) aparece un universo de lecturas –Pinocho, la historia de Jonás en la Biblia, Pascal y Las mil y una noches, entre otras– que afectan directamente la manera en que el autor indaga y comunica sobre lo que acontece en su interior a partir de la muerte de su padre y la ruptura de su matrimonio.

En Ciudad de cristal (1985), su yo de autor se desdobla desde su realidad tangible para presentarse como objeto de ficción, poniendo fuera de balance los conceptos de identidad y de autoría. En Viajes por el Scriptorium (2006) Auster hace una especie de saldo de cuentas con personajes de novelas anteriores a través de Mr. Blank, un escritor cuya realidad ficcional coincide en gran medida con la del autor, y al que aprovecha para establecer una intimidad profunda y conmovedora con Anna Blume, la protagonista de El país de las últimas cosas (1987). En 4 3 2 1 (2017) recurre una vez más a un recuerdo de su infancia, incluido en un ensayo autobiográfico publicado en su juventud, y lo trae de nuevo como la anécdota que definirá el destino de una de las instancias de su personaje Ferguson.

Esta metatextualidad va más allá de la ficción para permear también su obra ensayística: en la introducción que hace a la novela Hunger, de Knut Hamsun, publicada también dentro del libro A salto de mata (1997), nos resume en un párrafo la trama de la novela de Hamsun1 en un estilo que inmediatamente nos remite a su propia narrativa y sus angustias personales de juventud:

Un hombre joven llega a una ciudad. No tiene nombre, casa, ni trabajo: ha venido a la ciudad para escribir. Escribe. O, más exactamente, no escribe. Está a punto de morir de hambre. La ciudad es Christiania (Oslo); el año es 1890. El joven vaga por las calles: la ciudad es un laberinto de hambre y todos sus días son iguales. Escribe artículos no solicitados para un periódico local. Le preocupa su renta, su ropa desintegrándose, la dificultad de conseguir su siguiente comida. Sufre. Casi enloquece. Nunca está a más de un paso de desplomarse. Sin embargo, escribe. De vez en cuando logra vender un artículo, encontrar una tregua a su sufrimiento. […] El proceso es inevitable: debe comer para escribir. Pero si no escribe, no comerá. Y si no puede comer, no puede escribir. No puede escribir.

El tono del pasaje anterior es muy cercano al del primer párrafo de su autobiografía La invención de la soledad o al del inicio de Ciudad de cristal; esto es, una anticipación de la trama que invita al lector a conocer más y a adentrarse en los círculos concéntricos de la narración. En Ciudad de cristal, Auster lleva su estrategia metatextual al mito bíblico de la creación a partir de la palabra. Desde su lugar de escritor-demiurgo, reescribe a la Nueva York de los años ochenta como una Babel en la que deposita todas las obsesiones que reencontraremos en sus obras posteriores. El azar, la soledad, la observación del otro a manera de espejo y el cuestionamiento sobre la autoría contribuyen para la construcción de una alegoría del Génesis que es a la vez fundacional y profundamente moderna.

Tres décadas después, en 4 3 2 1 Auster juega con un nuevo modo de metatexto: desdobla a su protagonista en cuatro instancias del ser y lo lanza hacia un destino diferente dependiendo de algún acontecimiento de su infancia temprana que marcará el resto de su vida. De nuevo, con su escritura de demiurgo, el autor puebla con sus personajes y sus circunstancias cuatro senderos que se bifurcan, colocando al lector frente a la paradoja de un destino ya escrito que puede modificarse.

Estas preocupaciones, arraigadas en la confrontación entre la noción de libertad y un destino predeterminado aparecerán en toda su obra como una constante. En El país de las últimas cosas, por ejemplo, ese determinismo entra en conflicto con las nociones de libre albedrío y responsabilidad, arraigados en el pensamiento judío que permea también toda su obra: el destino de Anna Blume y Samuel Farr parece estar sellado y, sin embargo, su encuentro con los rabinos que discuten la Torá en la biblioteca parece abrirles un camino que se desvía del que ya estaba trazado por el espacio y tiempo apocalíptico que habitan. Estos estudiosos, impasibles ante las circunstancias de fin del mundo que les toca vivir, continúan con su labor de cuestionar y reinterpretar el texto sagrado, abriendo así un lugar para la esperanza.

El Auster físico ya no se encuentra entre nosotros y el círculo de su obra se cierra. Ahora toca continuar con el proceso hermenéutico de escarbar entre sus letras significados múltiples. Con su capacidad de mostrar el mundo que él observaba con atención, Auster nos hizo cómplices de sus personajes: héroes que se aíslan, se observan unos a otros y se ocultan de los demás para emplazarse en una nueva perspectiva, desde donde ver, ellos también, al mundo fuera de su cabeza y a su propio cuerpo fuera del mundo. ~


  1. “The art of hunger” aparece como introducción a la edición de Hunger de Farrar, Straus and Giroux (Nueva York, 1998).

TOMADO DE: https://letraslibres.com/literatura/ivonne-saed-paul-auster-el-mundo-en-su-cabeza-y-su-cuerpo-en-el-mundo/

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