Cosmos (por María Leonor Baquerizo Díaz Granados)

Ella vivía en la inutilidad que muchas veces le significaba vivir. Se aislaba. Contemplaba al cielo cuando lo creía necesario. Él estaba en su planeta. Grande, muy grande, ligeramente cuadrado y oscuro, pero de alguna manera le daba luz. Los planetas se unían y se separaban en ese cosmos. Las ideas salían, rodaban y se guardaban. Él daba forma a su mundo, lo moldeaba con su mente. Ella miraba nuevamente hacia el cielo. No oía, caminaba. Respirando a veces. A veces no. Y cuando estaba a punto de ahogarse se tomaba de la cuerda. La cuerda no existía, era una mezcla de aspereza con suavidad, era gruesa hasta que se tornaba delgada, corta y larga sin explicación. Él no se ahogaba nunca. Vivía. Era él. Ella lo miraba. Quería aprender. No podía. No distinguió ese planeta. Buscó su manual del universo y trato de ubicarlo. Deseaba entenderlo. El tiempo pasaba

como un parpadear. A ratos se suspendía todo, se paralizaba. Se oscurecía, como si el parpadeo quedara inconcluso. Él no se daba cuenta, solamente se desplazaba. Las estrellas surgían. Brillaban para luego caer. Él se movía, pero sin verlas. Ella las podía distinguir. Pero sin brillo. Ni aparecían, ni desaparecían. Sólo estaban. Estar. Eso era lo inútil. El juego seguía su curso. Invirtiendo las piezas.

Ella empezaba a cansarse, quería saber más de ese planeta. Sabía de un armario. Encontró otro manual. No era tan grande, lo abrió con igual cuidado. Parecía desconocido. Lo revisó. No sólo encontró ese planeta, había más, no sabía que existían. A lo lejos alguien observaba. Acomodando el cosmorama en la posición correcta, se acercó nuevamente al aparato. El universo era inmenso. Había muchos planetas. Curiosamente dos se acercaban y se alejaban con frecuencia. Siguió jugando.

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