Fascinación de la ceniza

La historia no tendría mucho interés si implicara una solución. Como justamente carece de ella, nos obsesiona y atormenta.

Por Emil Cioran

Esta sección dedicada al rescate de la revista dirigida por Octavio Paz recupera esta serie de reflexiones firmada por uno de los pensadores más influyentes del siglo pasado. El texto apareció en el número 131 de Vuelta, de octubre de 1987.

Asistía recientemente a la incineración de un amigo más bien entrado en años, pero sumamente joven de espíritu. Nos encontrábamos varias personas esperando fuera a que terminase “la operación”. Al cabo de una hora, un individuo muy distinguido, tipo maître d’hôtel, vino a servirnos sobre una especie de bandeja los restos, la última metamorfosis de quien apenas unos días antes me hablaba con vivacidad de sus proyectos y juzgaba severamente a algunos de sus contemporáneos. Abandonando la reunión, me puse a meditar sobre la mascarada final y a hacerme preguntas como: ¿podría un día el universo entero ofrecernos el mismo espectáculo al que acabo de asistir? La ceniza sería así el desenlace y el secreto de todo.

Eso se ha adivinado y sabido siempre. Y para olvidarlo se inventaron las religiones, cuya especialidad reside en infligir un suplemento de nada, un acto más, a una farsa acabada para siempre.

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Durante aproximadamente dos siglos, porvenir y milagro fueron más o menos sinónimos. ¡Admirable y maldito Siglo de las Luces con sus ilusiones frenéticas! La originalidad de nuestra época consiste en haber vaciado el porvenir de todo contenido utópico, lo cual equivale a decir del error de esperar. Un salto enorme en el terreno del conocimiento, una liberación intelectual sin precedentes, carente, por supuesto, de toda certeza eufórica. Conocimiento y regocijo están lejos de ser términos correlativos. Conocer es desenmascarar, hacer vacilar cimientos, encaminarse triunfalmente hacia el vértigo, y ese es el único ingrediente positivo que dicha actividad implica.

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Konstantín Leóntiev, uno de los espíritus más extraños del siglo pasado, escribió a propósito de su país estas palabras justamente célebres: “Para impedir que Rusia se pudra hay que ponerla bajo hielo.” Leóntiev presintió la cantidad de desgracias que acechaban al vasto imperio, los excesos de todas clases y las proporciones de la conmoción que le esperaba. Para un visionario como él, el estancamiento era la única solución, cualquier caso, su divisa, y los acontecimientos le dieron la razón. Se puede ir más lejos y denunciar el movimiento como tal. En lo absoluto innovar es algo carente de sentido y no cabe duda de que el hombre debería haber interrumpido su desarrollo, su precipitación hacia lo nuevo, su búsqueda de la sorpresa. ¿Lo deseaba o lo podía? Nada menos cierto. El primer paso que dio fuera de la animalidad le produjo una reacción tal de orgullo, una ebriedad de poder tal, que luego nada iba a poder volverlo circunspecto y calmarlo. Avanzar a cualquier precio se convirtió en su lema, al cual fue fiel y sigue siéndolo aún, con la salvedad considerable de que hoy ya no cree en él, aunque sin tener la fuerza de confesárselo claramente, es decir, de abdicar, de salvarse. Pero ¿cuándo hubiera podido hacerlo? ¿En la Edad de Piedra? Era ya demasiado tarde, pues la conquista ha encandilado y halagado siempre a ese bípedo extraviado. Su llegada al umbral de la técnica, a pesar de que entonces se hallaba ya imbuido de las supersticiones modernas, fue quizás su última ocasión de enmendarse, de detener su avance, de deponer las armas, oponiendo a la huida loca hacia adelante el éxtasis de la capitulación. Pero tomó el camino contrario, sucumbió al encanto y a los atractivos del progreso. El único elemento importante de nuestra época es el eclipse de ese mito. En adelante avanzaremos sin entusiasmo, por puro automatismo, por complicidad forzosa con un ideal que se ha convertido, a todas luces, en un factor de desmoronamiento.

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Resulta irónico que, en el comienzo de la historia, de hecho antes de ella, el hombre haya sido prevenido del deslizamiento que representaba para él la curiosidad, germen funesto de la ciencia. Nada más significativo que la elección dramática de Adán frente a los dos árboles. Optando por el saber influyó desde el comienzo en el curso de la historia, esa victoria del hombre sobre los demás seres vivos, esa voluntad de poseer un destino a cualquier precio, esa megalomanía de un monstruo superdotado. El mayor aventurero que ha frecuentado la tierra deberá pasar un día semejante privilegio. Hallándose en el punto en el que se halla, no podrá ignorar, aunque corrompiera y devastara todos los planetas, que su carrera será breve. Si tuvo desde el origen la presciencia de lo peor, sin pensar en huir de ello y sin aferrarse a una cobardía disfrazada de sensatez, fue a causa de una mezcla de lucidez, imprevisión y ceguera que invita a una admiración perpleja. Su paradoja consiste en poder ser superficial sabiendo al mismo tiempo que es mortal. Si el individuo como tal se resigna a no ser ya nada, ¿por qué no aceptará también el desenlace del desarrollo histórico, el final de la especie? Continúa no obstante como si no sucediera nada, de la misma manera que nadie hace tantos proyectos como un moribundo.

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Puede parecer extraño que necesitemos, cuando hablamos de nuestro destino, referirnos aún al Génesis. El autor de ese primer libro estaba más cerca que nosotros de los orígenes, tenía un recuerdo más preciso del fiasco inicial del que se deriva el fiasco monumental al que asistimos.

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La historia no tendría mucho interés si implicara una solución. Como justamente carece de ella, nos obsesiona y atormenta. La ventaja de ser profetas, o la perspectiva de ser testigos o víctimas de una catástrofe única, confiere a nuestra existencia una especie de sentido, y justifica los arrebatos de orgullo, de un orgullo que también es único.

Los Antiguos, y especialmente los griegos, con su visión circular del tiempo, tenían la prerrogativa de imaginar grandiosos aniquilamientos periódicos. Contaminados por el cristianismo y por su visión rectilínea, nosotros estamos obligados a limitarnos a una sola desventura cósmica, fulgurante y prodigiosa, desintegración universal que, al igual que una cremación individual, implica una dimensión de terror y de risa.

Y así es como, para olvidar la imagen de un ser reducido a cenizas, acabamos divagando sobre la ceniza misma. ~

Traducción del francés de Rafael Panizo.


TOMADO DE: https://letraslibres.com/revista/emil-cioran-fascinacion-de-la-ceniza/

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