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Nunca se lo conté a nadie, pero ella me gustó desde el segundo grado. Se sentaba adelante y le gustaba jugar conmigo; en la escuela, o en su casa, siempre se las ingeniaba para que cada juego nuestro fuera distinto. Era una conexión especial, era la niña de mis sueños.
Un día dejó de ir a la escuela. Nadie dio explicaciones, ni cuando volvió a aparecer con su mamá. Todos nos habíamos formado para entrar en el aula, menos ella. En la clase estaba más ido que de costumbre, hasta que no aguanté más. Pedí permiso para ir al baño y salí a buscarla.
Había estado todo el rato en el departamento de Pastoral. Me vio y me abrazó llorando, estaba con los cabellos alborotados y la cara con olor a vómito. Intentó decirme algo pero se cohibió, no vas a entender, eres bobito, me dijo. Yo me quedé perplejo –como cuando miro los quebrados en el pizarrón– y en efecto no entendí nada. Dime no más, dime, le rogué para que me hablara. Tenía las muñecas enrojecidas, el cuello le hacía crack. Y me hizo jurar para que no le dijera a nadie que se había metido
un crucifijo por la cosita. Yo solo miré hacia arriba con la bocota bien abierta; si había algo que me fascinaba de Regan era su asombrosa imaginación.
Miguel Antonio Chávez