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Para los migrantes de un país contar con un rincón de la patria en la nación que los recibe, suele ser un regocijo que les devuelve el terruño natal en sus costumbres, aromas y sabores. El Rincón Chileno Ecuatoriano, fue ese lugar en donde los chilenos encontraron un pedazo de Chile en Quito, y allí compartir tradiciones culinarias y evocar la tierra natal en los más variados platos de su cocina típica. Quienes disfrutamos de la hospitalidad de ese restaurante de la avenida Seis de diciembre y Orellana, durante sus 43 años de existencia, sentimos profundamente la partida de Diego Quiñonez Rojas, su dueño un ecuatoriano que junto a su esposa María había aprendido a conservar los hábitos gastronómicos de Chile.
Diego se inició en la gastronomía en un restaurante de comida española en donde trabajó durante ocho años, hasta que en 1976 ingresa a trabajar al Club Antumalal de chilenos residentes en Quito, y junto a su esposa aprende los secretos de la cocina chilena. En 1979, Diego fundó el Rincón Chileno Ecuatoriano que a través del tiempo llegaría a convertirse en uno de los más famosos restaurantes de especialidades del país.
Diego solía recibirme en ese lugar con una sonrisa y el ánimo encendido porque disfrutáramos de la excelente comida que de manera cordial servía en generosos platos. Al calor de una charla amena solíamos compartir un bistec a lo pobre, una empanada chilena, carne mechada, cazuela de ave o pastel de choclo con ensalada surtida, acompañados por un vaso de cerveza o vino, dulces de milhoja y leche nevada de postre. Era una fiesta de sabores y aromas que evocaban la tradicional amistad existente entre chilenos y ecuatorianos, reunidos en una mesa a compartir sentimientos comunes de nostalgia, emoción de tristeza mezclada con alegría cuando se piensa en tiempos felices del pasado.
El Rincón Chileno Ecuatoriano nos devolvía la tradición y, con ella, las pautas de convivencia dignas de mantenerse a través de generaciones. Era un sitio de encuentro obligado en fechas especiales o simplemente los fines de semana en familia. Ese lugar concebido por Diego, fue la verdadera embajada de los chilenos donde no exigían protocolos, lealtades políticas o formalidades de ningún tipo. El rincón en donde reafirmábamos la identidad con ese chauvinismo tan propio del chileno, y el lugar donde tenía expresión la hospitalidad ecuatoriana reflejada en el profesionalismo de su dueño.
Incontables fueron las ocasiones en las que pasamos gratas horas en esa sede de la nostalgia chilena por el país, que nos devolvía el sentido de pertenencia en los sabores y aromas de su comida. Diego no solo fue el anfitrión de los chilenos en Quito, además fue el ser humano que comprendió sus nostalgias y las aplacó con un gesto amable y excelente gastronomía. En alguna ocasión, Diego contó: “Me acuerdo que una vez dos chicos chilenos mochileros lloraban mientras comían las empanadas que tantos recuerdos le traían de su país”. Todos en ese lugar se sentían como en su casa -recuerda Diego- y no faltaba quien decía “vamos donde el chileno”, incluso había los que afirmaban “yo le conocí en Chile a Diego”, en consecuencia que nunca visitó ese país. Cristina, su hija, se emocionaba al evocar tiempos del extraordinario éxito del restaurante cuando junto a su hermano Andrés, debía dormir sobre una colchoneta en el local la noche anterior, y luego dejar a punto los preparativos para recibir a los tantos clientes que acudirían al día siguiente.
Paz en su tumba.