Juego de espejos (por María Leonor Baquerizo Díaz Granados)

El ruido que hacían las pulseras al subir, parecía opacar un poco la risa de las demás personas, sobresalía del murmullo que se elevaba cada vez más. Hombres, mujeres, niños y Lucía. Ella, acomodando su brazo, lleno de pulsera y con esos particulares labios pálidos miraba hacia todos lados, a ratos, detenía su mirada en uno especial; caminaba entre los otros, arrimaba su cadera para no resbalar y seguía moviendo su brazo. Le gustaba ese sonido, sonríe; eran las pulseras de su abuela, la grandmother, como todos le decían. La ciudad, la plaza, el parque, todo se iba desdibujando, las voces se cortaban y la gente aparecía y desaparecía como si fueran intermitente a sus ojos. Ahora avanza con cuidado, subida en el carrusel mira el piso, primero el pie derecho.

Su abuela le había contado muchas historias, parece oírla, sentada, moviendo las manos y haciendo ruido, a ratos posaba su cabeza en el viejo respaldar de la silla, la ladeándola dejaba escapar algo parecido a una sonrisa – tú no. – le decía.

Ella, con la cara apoyada sobre sus manos la miraba y seguía el movimiento de sus brazos, imaginaba, vibraba entre relato y relato. Recuerda la imagen, ocho años. A un lado Lu, la gata que siempre se revolcaba para luego limpiarse con su lengua, permanecía en la oscuridad, escondida. La abuela seguía, hasta que fatigada dejaba su

historia inconclusa. – Lu, termínala tú – le decía a la gata y cerraba los ojos. Y Lucía con voz de gata, le daba un final.

El grito del hombre de la esquina la sacó de sus pensamientos,
– Venga, inténtelo – gritaba – usted pueeede. Mientras unos patos desgastados daban vueltas sin parar.

Llegó al caballo blanco y, como si fuera una niña, se montó, afirmándose a su cuello. El hombre gordo, sin dejar de gritar, seguía animando a los caminantes para que participaran en el juego. Ella movía su brazo. El carrusel empezó a girar un poco más rápido, los caballos subían y bajaban sin parar, las pulseras se tocaban entre sí produciendo un agudo sonido. Su cara empezaba a dibujar una sonrisa bobalicona que jugaba con su pelo negro y lacio. El carrusel giraba como un remolino impetuoso; unas vorágines de sensaciones aparecían y se soltaban; el caballo pardo no dejaba de mirarla sonreído, su montura estaba vacía y brillaba. Sintió una ligera confusión. La música que cubría todo empezaba a detenerse. Los caballos se soltaron. Su pulsera dorada cayó, el carrusel tomó un suave ritmo. La pulsera estaba ahí, sobre el lado derecho, junto al caballo pardo que no había dejado de mirarla. Movía su brazo aparatosamente para no dejar caer otra, eran de su abuela. Se agachó a recogerla, el espejo en forma hexagonal en el centro reflejó algo, el caballo había deformado su sonrisa. La música volvió. El carrusel perdió el control, giró desenfrenadamente, mientras revolvía todo. No sabe aún en que momento todo dio tantas vueltas, revolviendo todos los sabores. Ahora su abuela y ella serían las mismas.

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