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Hay quienes miran pero no ven y quienes oyen pero no escuchan. Es frecuente encontrarlos junto a aquellos que hablan pero nada dicen. Del mismo modo, hay muchos que viajan sin moverse de sus propios zapatos, esto es, sin saber a dónde van ni para qué.
Hemos perdido gran parte del control sobre lo que visitamos y lo que allí hacemos. Comenzando por las ofertas last minute que impiden cualquier tipo de planificación; solo importa el viaje, a donde sea, y cuanto antes mejor, luego ya veremos.
Una vez instalados en nuestro destino, tampoco parece que tengamos mucho que opinar. Se suele recurrir al tour organizado, realmente un viaje relámpago que garantiza una instantánea en los lugares más emblemáticos junto a una somera explicación apta para todos los públicos, plagada de chascarrillos y futilidades. Pero los más audaces, quienes presumen de rehuir al rebaño, también pueden armarse de esas listas de “imprescindibles” del tipo cinco cosas que no puedes dejar de hacer en Dublín, las mejores compras en la Gran Manzana, planes top para un fin de semana en Roma y similares.
Pero tampoco se debe ser tan crítico. La mayoría no somos los herederos de un acaudalado noble inglés o de un próspero y zafio empresario estadounidense, haciendo el gran tour europeo, sin plazos ni preocupación por los gastos.
La cuestión es, por tanto, decidir si aún es posible que la experiencia viajera sea algo más que una conversación en la oficina a la vuelta de las vacaciones. Si visitar lugares ajenos nos amplía como personas y no se asemeja tan solo a una escapada a un inmenso centro comercial o parque temático.
Para Fernando R. Genovés, viajar supone un reto: descifrar la esencia del lugar visitado. Y a ello se aplica sin pretender ser un Goethe de los tiempos modernos, pero con la confianza de quien se toma la molestia de viajar en cuerpo y alma. Y es que de alma estamos hablando precisamente porque en su última obra –El alma de las ciudades (2015)– Genovés pretende asomarse a lo que trasciende de esos decorados en que tantas veces se han convertido las calles y monumentos de las grandes ciudades del mundo.
A esta tarea también tiene dedicada una página web de valioso contenido (Los viajes de Genovés) que es el germen de este libro.
El alma de las ciudades, como la de las personas, se revela de muy diversas maneras, pero casi siempre se llega a ella más por lo que se oculta que por lo que se nos muestra. El camino no siempre es fácil. Como señala el autor, algunas ciudades le resultan claras e inmediatas, sin embargo en otras, pugna por adentrarse en los recovecos y pliegues en los que se cobija.
La ciudad, como entidad orgánica, tiene alma porque tiene historia, realidad geográfica, ciudadanía diferenciada, arquitectura propia, un sinfín de elementos que forman un todo coherente en el que guarda difícil encaje todo aquello que contradiga esa esencia. Entre este magma confuso y revuelto, hurga Genovés en busca de lo diferente y definitivo, de los rasgos que dotan de personalidad a cada urbe sin caer nunca en el exceso de erudición sino limitándose a aquellos elementales para el fin que persigue.
En el periplo de Genovés encontramos urbes tan emblemáticas como Nueva York, París, Londres o Roma, junto a pequeñas ciudades con un refulgente pasado del que aún guardan memoria y restos que lo atestiguan como Gante, Brujas, Bolonia o Lucerna.
Conocer el alma revelada por Genovés de estas ciudades queda al cuidado de cada lector, pero ejemplifiquemos con el que tal vez me haya resultado el hallazgo más coherente y que mejor define a una ciudad por la que siento especial predilección: Ámsterdam.
Es conocido que Ámsterdam (“El mirador de Ámsterdam” como titula Genovés el capítulo dedicado a esta ciudad), al igual que gran parte de Holanda, fue ganada al mar gracias al trabajo incansable de sus habitantes. Esa victoria de la tierra sobre el mar les empujó a la conquista comercial de los océanos compitiendo con los grandes imperios de la época y haciendo de los Países Bajos una tierra rica que atrajo a innumerables inmigrantes que buscaban prosperidad pero, al tiempo, libertad religiosa y de pensamiento que no encontraban en sus tierras y que pudo florecer en esta ciudad de acogida.
Y esa esencia marinera y abierta, de no ocultar nada y estar prestos para la partida, ha quedado reflejada en los amplios ventanales descortinados de sus casas asomadas a los canales (y no estoy pensando solo en los escaparates del Barrio Rojo), pero también en su cocina, en el ansia por aprovechar cada último rayo de sol en minúsculas terrazas, en una arquitectura que combina lo antiguo con lo moderno sin las estridencias y contrastes propios de otras ciudades europeas.
Otro ejemplo: De Viena (“La seguridad de sentirse Viena”) se señala su tendencia a cierto ensimismamiento, a encerrarse, tal vez por su tortuoso pasado, repleto de asedios y amenazas frente al turco o los eslavos, necesitada de una monarquía protectora que se reveló como causa de su hundimiento. De ahí la importancia de ese recogimiento en cafés, grandes palacios y una realidad paralela a ritmo de vals.
Último ejemplo: De Berlín (“Berlín sobre Berlín”) destaca su vitalidad, esa capacidad para resurgir tras desastres tan terribles como la Segunda Guerra Mundial o la separación en dos ciudades que tuvieron el penoso honor de encarnar dos ideas del mundo totalmente opuestas dejando un poso de duplicidad que bien refleja esa historia alemana, capaz de lo mejor y lo peor.
El alma de las ciudades puede leerse de tirón, capítulo a capítulo, pero también tomando el índice como hoja de ruta que nos ayude a saltar de una parada a otra, según la preferencia del viajero lector. Puede emplearse con gran provecho por quien pretenda visitar en breve alguna de estas ciudades con el fin de formarse una primera opinión o puede leerse tras un viaje por el mero capricho de contrastar las impresiones propias con las del autor.
En mi caso, el libro ha servido para recordar paisajes, confirmar impresiones o modificar opiniones si así procedía (ha sido el caso de Gante) y, en todo caso, para viajar sin salir de casa, varado por otras obligaciones.
Sea cual sea el propósito con el que el lector se aproxime a El alma de las ciudades, se encontrará con una lectura amena y motivadora, que invita a la reflexión (¿cuál es el alma de mi propia ciudad?) y en la que también se podrán encontrar hermosísimas páginas con auténtica aspiración literaria, en la línea ya comentada previamente de su anterior obra Dos veces bueno y todo ello sin olvidar las notables paradojas y juegos de palabras tan afines a Genovés y que forman ya parte indisociable de su escritura.
Entiendo que el libro está aún por concluir, no porque sus páginas precisen de revisión o reescritura, sino porque la pasión viajera de su autor seguro que nos ofrece ampliaciones que sigan la pista de sus itinerarios y gustosos estaremos de seguirlo en el empeño.